Recuperar el deseo y el amor: hacerlos nuestros

Alba G. Ferrín

¿Por qué es importante hablar de relaciones y de amor?

Decía Kollontai en Abran paso al eros alado que hablar del amor puede resultar desconcertante, especialmente a las jóvenes militantes revolucionarias. Y, ciertamente, es normal que lo parezca, sobre todo para quienes no son capaces de entender la importancia que este ha tenido en las diferentes sociedades a lo largo de la historia. Creo que entender el papel que tiene el amor –así como cualquier aspecto relacional, no solo en las sociedades que habitamos, sino también en nuestras propias vidas, organizaciones y colectivos– es clave para construir la verdadera radicalidad del marxismo.

Ya en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels realiza un análisis detallado sobre el matrimonio, las familias y las relaciones a lo largo de diferentes épocas; esta obra, con sus errores y aciertos, ha sido analizada y resumida en este mismo número en «Engels desde los márgenes», de Diego Parejo, así que no nos detendremos mucho más en esto.

En la obra de Alexandra Kollontai, por otra parte, se encuentra un repaso que resulta equivocado en muchos aspectos, especialmente en aquellos que tienen que ver con las sociedades precapitalistas. En este sentido, su análisis de la realidad ateniense y del feudalismo incurren en errores. Sin embargo, resulta importante entender y asimilar la idea de fondo que Kollontai es capaz de esbozar, siguiendo con la línea que ya dibujó Engels: el matrimonio, el amor, la amistad y, en general, las relaciones, han tenido siempre una función social y no se entienden sin su contexto económico, histórico y social.

Con el final del feudalismo y el comienzo del capitalismo aparece la familia tal y como la conocemos a día de hoy. Es entonces cuando el matrimonio se vincula, por primera vez, con la noción de amor y enamoramiento. La mujer debe no solo proveer al hombre de una descendencia clara que contribuya a la propiedad privada de los bienes de producción y sus consecuentes beneficios, además de las herencias obtenidas por la clase burguesa, sino también convertirse en una buena consejera, una buena esposa y amiga en la que se pueda confiar a la hora de cuestiones como la gestión económica y de la casa. 

Sin embargo, como bien comenta Holly Lewis en La política de todes, esta argumentación no es válida para hablar de la monogamia en parejas de obreros, ya que 

mientras que los hombres de las clases altas quieren controlar con quien duermen sus mujeres para no legar su propiedad al hijo de otro hombre, los hombres de clases trabajadoras necesitan saber si son responsables o no de una criatura, porque están obligados socialmente a mantener a sus parejas hasta que estas puedan volver a trabajar. 

En este sentido, es más fácil hablar de la importancia que tiene la reproducción de la mano de obra para las clases capitalistas y la sustentación del orden actual. El salario familiar cobra una importancia radical a la hora de entender la monogamia en la clase trabajadora, y por qué la sexualidad libre penaba especialmente a las personas de esta clase.

Una de nuestras principales tareas es, pues, desnaturalizar las relaciones familiares tradicionales y monógamas; entenderlas como relaciones que se desarrollan y obedecen a un contexto material e histórico concreto.

Neoliberalismo, familia y «flexibilización» de las relaciones

Muchas de las críticas que se han elaborado contra el cuestionamiento de la monogamia y de la familia tradicional tienen que ver con la cuestión del neoliberalismo, lo líquido de las relaciones y todas esas cosas que tantos rojipardos han decidido sacar a relucir en los últimos años. Es innegable que estamos viviendo otra nueva crisis capitalista y que, como siempre, eso acaba repercutiendo en los niveles de vida, en el poder adquisitivo de quienes más sufren. Sin embargo, quienes argumentan que esta situación es una especie de artimaña (capitalista y neoliberal) que busca acabar con cualquier lazo familiar en las sociedades actuales caen en dos errores que, como marxistas, habría que evitar a toda costa.

El primero de ellos es asumir que la familia no sigue siendo la unidad en la cual se articulan los círculos de reproducción social dentro del capitalismo actual. Esto no quiere decir que de aquí a cien años no se establezcan otros mecanismos para sobrevivir si esta colapsa, sino que hoy en día es una pieza fundamental en torno a la que el sistema se estructura. En la crisis de 2008, muchas de las economías de la mal llamada «clase media» sobrevivieron, en gran parte, gracias a las ayudas económicas que sus padres (pensionistas) eran capaces de darles. Para entender esto es importante remitirse a Melinda Cooper, en cuyo libro Los valores de la familia explica cómo, tanto el neoliberalismo como el neosocialconservadurismo establecen una fuerte relación entre el Estado, la familia y el mercado. Cuando este mismo se «desestabiliza», cayendo en una de las crisis cíclicas del capitalismo, lo que se espera es que sean los vínculos de la esfera privada, la familia, quienes asuman (si pueden) las pérdidas 

Como comenta Cooper, la moral burguesa no habría sobrevivido sin conceptos como la responsabilidad familiar, muy extendida en sociedades como la estadounidense en los setenta y que, según Holly Lewis, «forma la ortodoxia moral que mantiene el sistema a flote. El deber familiar pone la responsabilidad en la fuerza de trabajo para alimentar a sus propias criaturas individuales, independientemente de lo mucho que bajen los salarios».

El segundo error, caer en las propias trampas falsamente dicotómicas a las que el capitalismo nos puede llevar. En Estado de inseguridad,  Isabell Lorey habla de la falsa dicotomía entre seguridad y libertad. En este sentido, que una situación de inseguridad e inestabilidad, como es la incapacidad de vincularnos afectivamente de una manera duradera, nos haga retrotraernos a posiciones socialconservadoras es otra victoria más del pensamiento del capital. Pensar que, ante la crisis y precarización de nuestras relaciones, la respuesta, la solución, se encuentra en las fórmulas tradicionales y en la reivindicación de la familia y la monogamia es, como revolucionarias y marxistas, un error grave. El amor y los afectos estables y seguros se han visto afectados debido a las diferentes crisis que hemos experimentado en los últimos años, pero ¿acaso nos tiene que llevar eso a reivindicar posiciones anteriores?, ¿acaso nos conformamos con el amor configurado en torno a la moral burguesa?; ¿acaso debemos dejarnos llevar por la nostalgia de lo que fue y ya no es, olvidando el sufrimiento que la familia tradicional y la monogamia como instituciones infligieron a tantas de nosotras? 

No monogamia, desjerarquizar y amor-camaradería

Para poder desarrollar el artículo más allá de todo este contexto es importante poder definir qué es la no monogamia. En este sentido, quiero partir del concepto de amor-camaradería que usa Alexandra Kollontai en una parte muy importante de su obra.

El ideal de amor de la clase obrera está basado en la solidaridad de espíritu y de la voluntad de todos los miembros, hombres y mujeres, en la colaboración en el trabajo, y por lo tanto, se distingue de un modo absoluto de la noción que del amor tenían las otras épocas de civilización. ¿Qué es, pues, el «amor-camaradería»?

El amor-camaradería es, en última instancia, la solidaridad total, la ruptura radical con los conceptos de amor que hemos estudiado y con los que hemos socializado hasta el momento. Brigitte Vasallo, en Pensamiento monógamo, terror poliamoroso, habla de cómo romper con la monogamia no consiste en ir sumando más amantes a una relación ya construida con la pareja previa. En este sentido, añade, atacar las consecuencias de la monogamia (relacionarnos afectivamente con una persona) sin atacar primero sus causas puede ser aún más nocivo a la hora de crear una red de afectos en la que todas las personas incluidas se sientan (o puedan llegar a sentirse) cómodas.

También hay que matizar de qué hablamos cuando hablamos de no monogamia de una manera amplia, porque pueden aparecer conceptos viciados, conceptos que, aún sin tener exclusividad sexual, pueden caer una y otra vez en dinámicas monógamas que, como marxistas queer, deberíamos rechazar de manera radical. En el libro de Brigitte Vasallo se habla de cómo cierto tipo de relaciones poliamorosas se convierten en, simplemente, un tipo de monogamia de tres personas, una especie de «monogamia seriada»: una trieja en la que tres personas se priorizan entre ellas, por encima de cualquier otra persona, por un acuerdo de exclusividad sexual entre ellas, sería un ejemplo de esto. Es decir, poner el vínculo de pareja por encima de cualquier otro afecto en la «pirámide de jerarquía» sigue contribuyendo a la institución de la monogamia. ¿Es esto «peor» que una relación monógama tradicional? No. ¿Supone alguna ruptura con las condiciones de fondo de la monogamia como institución? Tampoco lo creo.

Sin embargo, como marxistas no podemos pensar una no monogamia que no asimile e integre las cuestiones claves del amor-camaradería de Alexandra Kollontai en Abran paso al eros alado. No podemos hablar de no monogamia si no hablamos de desjerarquizar, en la medida de lo posible, los afectos. Y si esa desjerarquización no es posible por unas condiciones materiales concretas (todas tenemos un tiempo limitado), habrá que intentar entender esa jerarquización en torno a principios que no tengan que ver con aquellos sobre los que la monogamia como institución ha sido cimentada en el capitalismo (las relaciones sexuales, entre otras). En este sentido, no tenemos una brújula ni una bola de cristal que nos haga predecir (¡y menos mal!) cómo serán las relaciones en un futuro posrevolucionario, pero sí podemos imaginar y dar pinceladas del amor y los afectos que queremos y por los que luchamos.

Amar de manera radical

Hace unos días escuchaba un podcast en el que varias personas hablaban de amor, de la rutina dentro de la pareja y de cómo, a veces, sentir un amor real hacia tu compañere se complica en contextos de apuros, de trabajos, de estudios. Hablaban de cómo muchas veces comenzamos a pensar en la pareja como una «compañera de negocios»: una persona con la que te sientas, únicamente, a programar la vida conjunta. Añadían, además, que, en el caso de tener hijes, esa sensación aumentaba. Creo que escribir y reflexionar sobre el amor y las relaciones en la clase obrera cobra un sentido especial en un momento en el que el capital nos ha alejado (o lo ha intentado) de cualquier forma afectiva que sea importante para nosotras. Es importante rechazar ese eros sin alas que vemos, sentimos y padecemos en tantas ocasiones: tenemos que rebelarnos contra la burocratización de los sentimientos amorosos y afectivos.

Como con cualquier otra cuestión, no hay que ser ingenuas: que cada persona de manera individual decida intentar cambiar la manera que tiene de aproximarse a sus relaciones no supondrá una amenaza directa al neoliberalismo ni al capitalismo. Sin embargo, sí creo que es importante que, dentro de nuestros programas, de nuestra línea política, de nuestras organizaciones y colectivos, seamos capaces de otorgarle a la cuestión relacional la importancia que merece. 

No podemos seguir permitiendo que el capitalismo nos arranque la capacidad de amar de manera radical. Nosotras, las disidentes, las obreras, merecemos vivir un amor que sea libre, un amor que sea digno de admiración por parte de quienes hablaron y admiraron la noción del eros alado. Es evidente que esa forma de amar no se encuentra en ninguna fórmula concreta, pero, aún más seguro, no se encuentra en las maneras opresivas de amor que hemos y que seguimos viviendo (y sufriendo, en muchas ocasiones). La única manera de construir relaciones que merezcan la pena ser vividas es desde el amor-camaradería, desde la no jerarquización de los afectos en torno a un elemento tan importante y clave como son las relaciones sexuales. La única manera de construir relaciones que merezcan la pena es desde la horizontalidad: desde el no volver a perdernos las unas a las otras en relaciones insulsas, burocráticas. Es (re)conocernos en las compañeras con las que trabajamos, con las que vivimos, con las que repartimos panfletos y con las que lloramos las victorias y las derrotas.

Decía Kollontai que «la multiplicidad del sentimiento de amor, bajo el yugo de la ideología y costumbre capitalista, crea una serie de dolorosos e insolubles dramas morales.» Un siglo después, no nos queda más que reapropiarnos de nuestra propia manera de sentir, de vivir el amor de la misma forma en la que militamos. La labor revolucionaria pasa, también, por reivindicar otras formas de querer en las que quepamos todas, una forma de amar que nos libere de los dolores de la moral burguesa y nos legitime en la admiración por nuestras compañeras. No nos queda más que abrazar esa multiplicidad del sentimiento de amor, en tanto que amigas, amantes, parejas y, en definitiva, camaradas.

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