Después de la rabia

Cristina R. Pinel

Hoy, 25N, un día retraumatizante para muches, me he decidido a escribir. Todos los años lo he hecho desde la subjetividad, desde la rabia. Confería cualidades monstruosas y patologizantes a quienes me habían causado tanto dolor. Pero ahora que la monstrua soy yo, que me he entendido en mi disidencia y marginalidad, sería lo último que les denominaría. 

La heterosexualidad es poder y violencia. Un cajón asfixiante donde el capital nos encierra, apaga la luz y tira la llave. La familia, un eterno síndrome de Estocolmo. Y la trampa está en que naturaliza esas relaciones con las que se perpetúa, condenándonos a permanecer  por siempre en sus confines.

Estas estructuras persisten construyendo dos categorías esenciales, mujer y hombre. Y su relación, heterosexual, forma los engranajes que el capital engrasa para mantenerse vivo. Si ella se somete, si ella cuida a las criaturas, si lleva a cabo la labor esclavizante e invisible del hogar, y él gasta su fuerza vital para alimentarse y sostener a su núcleo y a sí mismo, mantiene la maquinaria capitalista rodando, todo sigue su curso «natural». La bestia se viste de cordero y la familia es amor. Y en este cuento la violencia no es enferma ni ajena. Únicamente es un arma, una fiel reproducción de las herramientas de coerción y represión del capital. Nos mantiene dentro del molde, corrige nuestras desviaciones, y con ello nuestro deseo. Estas armas son entregadas, por enseñanza, por «tradición», a quienes se les coloca el yugo ardiente y pesado de la hombría hegemónica. Y a las feminidades se nos alecciona y se nos «acostumbra» a responder a esta violencia coercitiva con pasividad, fetichizándola, tiñéndola de amor. Nos celan, nos someten y nos pegan porque nos aman (con su amor violento nos salvan de la indeseable alternativa que es la desviación, nos evitan ser parias). Silenciosas y abnegadas en la familia heterosexual.

Sin embargo, las herramientas del capital evolucionan y se adaptan, y al igual que los constructos de hombre y mujer no son inmanentes y permanentes, estas adoptan el disfraz que sea necesario para perpetuarse y reproducirse. El feminismo dotó a las feminidades de agenda, de voz. Se comenzó a cuestionar nuestra posición social, nuestro acceso a una vida y a unas oportunidades laborales «equitativas». También se cuestionó la violencia que ejercían maridos, padres y hermanos, se dotó de una cualidad sistemática. Se empezó a hablar de una cultura machista que perpetuaba el «patriarcado», sistema sostenido por la opresión de las mujeres. Pero, a la vez que ciertas corrientes empezaron a vislumbrar una forma de relacionarse y una vida alternativa, otras se quedaron en esta parcialidad, en una «solución» a medio fuelle. Si educamos «buenos» hombres, no habrá maltrato. Si hubiese más mujeres en el poder, no habría desigualdad. Si hacemos un cambio integral en la sociedad «patriarcal» dejará de existir la violencia machista. Ignorando, así, a la maquinaria que la nutre, el capital. E ignorando también que, al igual que esencializar los géneros, denominar hombre y mujer por naturaleza entorpece la búsqueda e ímpetu revolucionario, también lo hace la perspectiva feminista. Las nuevas masculinidades son igual de aterradoras, victimarias, y capitalistas. Las herramientas de coerción y represión, como he dicho, se adaptan. Aunque nuestro padre o nuestra pareja no nos pegue palizas, y aunque seamos nosotres quienes ponemos el pan en la mesa, esa familia que se nos exige formar nos violenta y nos reprime y nos mantiene subyugades.

Cuando con los años tomé conciencia de lo que había vivido demonicé a las personas que me habían violentando. Encontré alivio utilizando las herramientas feministas, encontrando una comunidad de feminidades victimizadas que condenaron algo sistemático detrás de esa violencia. Quise enterrar a mis maltratadores, y a los de todes mis amigues. Pero cuando mueran nuestros maltratadores, otros serán instruidos para tomar ese camino. 

Los hombres que en algún momento hicieron uso de las herramientas capitalistas para violentarnos no son malvados, ni monstruosos. Sus acciones son fruto del alienante poder con el que les condenó el capital. La heterosexualidad, la familia, son violencia.

Por eso, pido que seamos lo marginal, degeneremos y desviemos. Amémonos radicalmente. Arrastremos a las otras almas victimizadas con nosotres y creemos núcleos eróticos incendiarios con los que acabar con los espectros del capitalismo.

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