Federico Zappino
Traducido por Melissa Cicchetti
I
Salvo algunas excepciones no sin significado, ni desprovistas de consenso, la mayoría de los movimientos y de los partidos de la izquierda materialista y anticapitalista actualmente existentes en el mundo muestran sensibilidad y dedicación contra la opresión, la desigualdad y la violencia en todas sus formas, entre ellas también las de género y sexuales. Sin embargo, si esto puede entenderse como parte de un distanciamiento más amplio e inequívoco de toda analogía tanto con las «ortodoxias marxistas conservadoras»,1 así como con las traducciones más autoritarias de las ideologías comunistas, al mismo tiempo hay que señalar que ninguno de estos movimientos o partidos, en la línea de lo ya denunciado por Judith Butler en Merely Cultural, puede decirse inmune a una concepción de la opresión de género y sexual como un problema de orden estrictamente cultural. En el ámbito de la izquierda materialista, observaba Butler, la política queer se suele «considerar no esencial en comparación con lo que es más apremiante de la vida material»:
Ahí donde las luchas de clase y de raza se entienden como impregnadas de lo económico y las luchas feministas a veces como económicas y otras como culturales, las luchas queer se entienden no solo como luchas exclusivamente culturales», sino también como la representación típica de la forma «meramente cultural asumida por los movimientos sociales contemporáneos.2
Claramente, considerar la opresión de género y sexual como un problema exclusivamente cultural conlleva que la naturaleza del trabajo, cuando está presente, dedicado a ello por los movimientos y partidos de la izquierda materialista y anticapitalista no es propiamente materialista, sino que constituye una simple variación del esfuerzo de los partidarios de la ideología dominante, es decir, la liberal. Más que privilegiar exclusivamente la defensa de la libertad individual, el miembro de este o aquel movimiento social o partido anticapitalista tenderá a focalizarse mayormente en la defensa de la igualdad, entendida siempre en modo formal, con relación a la igual extensión de derechos por parte del estado, en la paridad de tratamiento jurídico, o en la firme condena de las diferentes formas de violencia y prejuicio. Estas formas se entienden, sin embargo, como fenómenos a condenar, al ser contrarios al «pluralismo ético» o al «civismo», y no como expresiones de una relación de fuerza que subvertir.
Esto significa que los partidos y los movimientos que se inspiran en el materialismo y que muestran sensibilidad y dedicación respecto a la opresión, la desigualdad y la violencia de género y sexual acuden al análisis y a la crítica materialista cuando quieren indagar en las causas y las soluciones de la opresión que precede, abarca y desborda la de clase, marxianamente entendida. Todas las veces que se expresan sobre esto, de hecho, movilizan un léxico e imaginario liberal que contradice las premisas teóricas del materialismo.3
Además, si para el materialismo las diversas formas de opresión, desigualdad y violencia están producidas por la sociedad, en cambio para el liberalismo dependen de «diferencias» consideradas naturales, o naturalizadas, hasta tal punto que se consideran no reducibles y no enmendables.
Pero, sobre todo: 4
Si el materialismo pretende subvertir las desigualdades aboliendo la relación social que las produce, el liberalismo, en cambio, las transfigura en diferencias susceptibles de reconocimiento jurídico, sin que esto conlleve ningún cambio estructural.
No obstante, siendo así, ¿por qué el materialismo contemporáneo coge del léxico liberal las palabras para hacer frente a la opresión de género y sexual? Mi respuesta es que esto pasa porque el materialismo se niega activamente a extender el enfoque materialista a la necesidad de subvertir la producción social de las desigualdades de género y sexuales, así como a las demás desigualdades sociales y económicas, y justamente como hace el liberalismo, se limita a transfigurar estas desigualdades en una serie de «diferencias» o «diversidades» entendidas como preexistentes a una relación social desigual que la izquierda materialista y anticapitalista, al igual que el liberalismo, no cuestiona. El problema, aun así, es que el materialismo anticapitalista se convierte, de tal forma, en una criada del liberalismo. Al no enunciar palabras propias sobre la opresión de género y sexual, el materialismo contemporáneo, paradójicamente, las coge de la racionalidad liberal dominante que es, sin embargo, la responsable de la enorme cantidad de daños sociales que el enfoque materialista justamente pretende enfrentar. El anticapitalismo, así, acaba favoreciendo la ideología contra la que lucha.
II
La paradójica disociación de sí mismo del materialismo con relación a la opresión de género y sexual se debe a la radical ocultación de lo que, en otro lugar, he empezado a definir como «modo de producción heterosexual»5. En las siguientes páginas, quisiera plantear las bases para futuros desarrollos de esta elaboración teórica. Mi propósito es refundar una teoría queer sobre unas bases más claramente materialistas; sin embargo, si esto presupone injertar el materialismo en lo queer o, mejor dicho, valorizar sus potencialidades materialistas, solo podrá suceder si el materialismo se desvincula de sus tácitos presupuestos heterosexuales.
Las ideas que iré exponiendo tienen una gran deuda de gratitud hacia el «lesbianismo materialista» de Monique Wittig6, según el cual la heterosexualidad es «un sistema social que se basa en la opresión de las mujeres por parte de los hombres» y que, además, necesita «producir una doctrina de la diferencia para legitimar esta opresión»7. Empezando por esta definición, en Comunismo queer he utilizado la noción de «heterosexualidad» para referirme principalmente a tres cuestiones: (1) un modo de producción, concretamente la racionalidad que rige la producción de hombres y mujeres, que claramente conlleva que hombres y mujeres no existen «esencialmente». Estos son, a su vez, el producto de una constante y performativa (2) relación social, basada en la transfiguración de esta producción desigual y jerárquica de los géneros en la «diferencia sexual». Esta, de tal forma, se afirma como (3) medio de juicio del que depende implícita o explícitamente la valoración, no menos que la posibilidad, la conformidad, la inclusión condicional, o la exclusión radical, de toda forma de subjetivación y de relación8.
Refiriéndome a la heterosexualidad como un «modo de producción», evidentemente hago una resemantización del léxico marxista. Cuando habla del modo de producción, Marx piensa en el criterio que rige el conjunto de las relaciones sociales productivas y en la organización de los medios de producción. Esta «producción» para Marx coincide con la transformación de la materia en bienes y consta de un proceso circular que puede reproducirse a sí mismo de forma simple, así como tender a la formación de plusvalor. El modo de producción es, entonces, un «criterio social» (que Marx entiende explícitamente como contrapuesto a la «esencia») por medio del cual toda materia se transforma en bienes, adquiriendo así valor. Si hubiera una forma de definir esta producción en otras palabras, significaría que, en el proceso de transformación de la materia, estaría involucrado indiscutiblemente un criterio que surge del modo que organiza las relaciones sociales y que está dirigido a reproducirlas9.
Claramente, Marx no contemplaba la materia corpórea entre las materias susceptibles de ser transformadas en bienes o, seguramente, no en estos términos. Y, sin embargo, ¿cómo puede ser que los cuerpos, en toda su materialidad, se conviertan en significantes culturales? Es aquí donde entra en juego la heterosexualidad. Quien padece un proceso de transformación y valorización de la materia, por medio del «modo de producción heterosexual», es la materia corpórea. Esto sucede con cada nuevo nacimiento y, en realidad, antes de ello, ya que este modo no se establece nuevamente en cada ocasión, sino que está ahí antes de que cada cuerpo llegue al mundo.
La heterosexualidad (es decir, la racionalidad que encarna la subjetivación de los cuerpos en un género determinado) es el modo, o la forma, que rige esta producción de la materia que somos, en bienes. Y justamente como la producción en Marx, también la producción heterosexual opera desde mi punto de vista en dos frentes: por un lado, funciona de modo independiente reproduciéndose a sí misma y permitiendo así conservar la base heterosexual de las relaciones sociales que, además, conlleva la oposición a fenómenos como la misoginia, la homofobia, la transfobia y las demás formas de violencias de género y sexual. Por otro lado, es funcional a la creación de plusvalor, lo que haría necesario reflexionar sobre la relación entre el modo de producción heterosexual y el modo de producción capitalista.
A estas alturas, un epígono de Marx sacudiría la cabeza y me pararía diciéndome que utilizar la categoría marxista de «modo de producción» es impreciso si no hablamos de conflictos y explotación laborales. La transformación de las materias en bienes, de hecho, se basa ineludiblemente, según Marx, en la explotación del trabajo del proletariado por parte de los dueños de los medios de producción. Pero la transformación de las materias corpóreas en géneros, se preguntaría un marxista, ¿con qué tipo de trabajo y explotación puede contar?
Ante esta queja, sin embargo, cabe contestar sin preámbulos, porque ¡claro que hay explotación laboral que sustenta el modo de producción heterosexual! El punto es que este trabajo y esta explotación constituyen justo lo que los análisis marxistas siguen empeñados en definir como «reproducción», contribuyendo así, de forma activa, a ocultar esta explotación laboral, naturalizándola. Mi idea al respecto es que, mientras se continúe enmarcando en términos de «reproducción» el trabajo y la explotación, ante todo de las mujeres, funcional a la trasformación de los cuerpos en géneros y, luego, de los cuerpos en plusvalor, se nos impedirá siempre la posibilidad de identificar y subvertir el modo de producción heterosexual. De hecho, de la definición del trabajo de las mujeres como «productivo» surge un fantasma, y es el fantasma de un modo de producción heterosexual nunca puesto en duda ni por Marx ni por la teoría marxista.
«En lugar de concebir la reproducción como una forma inducida de producción», denunciaba Wittig, «la vemos como un proceso “natural” y “biológico”»10. La palabra «reproducción», además, evoca el mismo proceso fisiológico por medio del que los organismos vivientes generan otros organismos de la misma especie. Y la generalización de esta palabra obstaculiza la comprensión del hecho que
la reproducción de la «especie» que recae obligatoriamente sobre las mujeres constituye un sistema de explotación en el que se basa económicamente la heterosexualidad. La «reproducción», por otro lado, no es otra cosa que un trabajo, una forma de producción; y de esta producción depende la apropiación por parte de los hombres de todo el trabajo desarrollado por las mujeres. […] Esta apropiación del trabajo desarrollado por las mujeres se cumple de la misma forma que ocurre para la apropiación de trabajo desarrollado por la clase trabajadora por parte de la clase dominante. No puede volver a decirse nunca más que una de estas dos formas de producción (es decir, la reproducción) es «natural», mientras que la otra es «social». Esta argumentación no es otra cosa que la justificación teórica e ideológica de la opresión heterosexual»11.
Por el contrario, según algunas corrientes del materialismo y de la teoría marxista, de la revalorización de la «reproducción» entendida no solamente como «producción de niños»12, sino también como trabajo de cuidados y educación, además del mucho más extenso conjunto de actividades orientadas a garantizar la continuidad de los procesos vitales, podría originarse una promesa auténticamente transformadora de la sociedad, con bases más igualitarias, justas y solidarias. Si se entiende no solamente, en sentido estricto, como «producción de niños»13, sino también en un sentido más amplio, como el vasto conjunto de cuidados y soporte dirigidos a garantizar la continuidad de los procesos materiales y vitales tanto a nivel cotidiano, así como a nivel intergeneracional (reproducción de la especie, reproducción de la fuerza de trabajo, satisfacción de las necesidades), la reproducción se afirmaría como paradigma antitético al productivo, capaz de reconocer la materialidad y la vulnerabilidad de los cuerpos y del medio ambiente, refundando el hecho relacional social, entre las especies y con el medio ambiente, en términos de interdependencia.
Por mucho que Friedrich Engels tuviese claro que, dentro de la familia heterosexual, «el hombre es el burgués y la mujer representa el proletariado», o que la monogamia constituye «el dominio del hombre con explícito intento de procrear hijos de paternidad incontestada»14, aún así, las feministas marxistas han detectado que ni Marx ni tampoco Engels consideraban en términos propios de «trabajo» y de «explotación» el trabajo y la explotación de las mujeres destinados a la reproducción de la especie y de la fuerza de trabajo, ya que ambos filósofos consideraban improductivo el trabajo reproductivo y desprovisto, por lo tanto, de un inmediato valor de transacción. Este límite no solamente impidió que Marx y Engels investigasen la pluralidad de las formas de explotación laboral, sino que también les impidió analizar en qué medida la explotación del trabajo gratuito de las mujeres constituye, por sí solo, una forma de acumulación que permite que la sociedad capitalista evada constantemente los costes de la reproducción social. Esto significa que la «interpretación biológica»15 de la reproducción, basada en la idea de continuidad entre la explotación y la no remuneración del trabajo reproductivo y la específica capacidad reproductiva de los cuerpos femeninos, ha llevado al debate marxista y materialista a cuestionarse solo y exclusivamente en qué forma la sociedad capitalista utiliza a su favor la diferencia sexual y no, antes que todo, cómo se produce esta diferencia, es decir, en el marco de qué relación social. En consecuencia, tanto la teoría marxista como algunas corrientes del feminismo ratifican la idea de una parte irreduciblemente biológica y presocial de la diferencia sexual que es funcional y necesaria a la reproducción.
De tal forma, la reproducción de la especie y la reproducción social acaban siendo lo mismo. Y, desde mi punto de vista, es justo este solapamiento el que constituye el indicador de que la heterosexualidad deja de ser un mero modo de reproducción para convertirse en un modo de producción.
La crítica a Marx que está en la base de una teoría del modo de producción heterosexual es que recurriera a la noción de «modo de producción» en una acepción única y exclusivamente economicista, pero no investigase, en los mismos términos, lo que él considera relaciones sociales precapitalistas destinadas a desaparecer con la plena afirmación del modo de producción capitalista. Desde mi perspectiva, por el contrario, no solo 1) diferentes modos de producción siguen coexistiendo perfectamente, sino que también 2) son justamente los modos precapitalistas los que garantizan las relaciones sociales jerárquicas que el modo de producción capitalista necesita para afirmarse y reproducirse16. Entre ellos está aquel que yo defino como modo de producción heterosexual que, desde un punto de vista tanto conceptual como político, intenta proponer una crítica al conocido como trabajo reproductivo. Después de todo, ¿qué premisas transformadoras pueden derivarse de una revaloración del trabajo reproductivo que, si bien intenta contrarrestar las desigualdades estructurales en la base del modo de producción capitalista, acaba ocultándolas y ratificándolas?
Si no se subvierte, antes que todo, la racionalidad heterosexual que sustenta la producción social de hombres y mujeres (es decir, de los géneros binarios y complementarios), así como la división entre producción y reproducción (destinando a los hombres a lo primero y a las mujeres a lo segundo), la revalorización del trabajo de reproducción falla a la hora de comprender los nexos entre el modo de producción heterosexual y el modo de producción capitalista. Así se limitaría a proponer la reforma de un sistema social injusto, pero sin derribarlo.
Cada cuerpo viviente, desde un punto de vista ontológico, es tal porque depende, inexorablemente, de relaciones de cuidados y apoyo para el simple hecho de reproducir su propia vida. El problema, sin embargo, es que esta ontología relacional se puso históricamente al servicio de la construcción de la necesidad de la heterosexualidad, puesto que, si la dependencia se basa necesariamente en una relación, solo una mala ontología puede señalar la heterosexualidad como su sustento primario.
Dado que, en cambio, sabemos que la heterosexualidad no es la fuente primaria de toda relación en un sentido ontológico, sino más bien ideológico, no en vano Wittig la define como la «relación social obligatoria entre hombre y mujer»17. Podemos también entender fácilmente que lo que constituye un problema no es la dependencia por sí misma, ni las relaciones de cuidados y apoyo, sino el esquema ideológico a través del cual, históricamente, han llegado ambas a la inteligibilidad. Hasta tal punto que la dependencia o la relación de cuidados y de apoyo solo se conocen como la hipoteca ideológica heterosexual que recae sobre las mujeres. Es justo este punto lo que lleva a gran parte del debate materialista sobre la reproducción a no lograr reconocer la explotación del trabajo reproductivo de las mujeres por parte de los hombres que, todavía hoy en día, estructura los contextos relacionales obligatorios en cualquier parte del mundo. Esto es lo que considera la feminista materialista Christine Delphy, que ya había resemantizado el concepto marxista de «modo de producción», identificando en lo que ella misma define como «modo de producción doméstico» o «patriarcal», un modo de producción autónomo y no reducible al capitalista. A diferencia de lo respaldado por las teorías marxistas sobre el trabajo «reproductivo», el modo de producción doméstico no beneficia, según Delphy, al sistema capitalista genéricamente entendido, sino a un grupo social específico, el de los hombres, sean estos capitalistas o proletarios. Por eso, para Delphy, las mujeres constituyen una «clase» en sentido marxista: porque la gran mayoría de ellas, en todo el mundo, todavía hoy en día siguen estando sujetas a las mismas condiciones de explotación por parte del mismo modo de producción, el doméstico18.
El modo de producción doméstico así llamado e investigado por Delphy es, por lo tanto, una parte fundamental de lo que quiero teorizar en términos de modo de producción heterosexual. Al mismo tiempo, tal y como intentaré demostrar, el modo de producción heterosexual no se reduce al doméstico. Si la explotación del trabajo de las mujeres por parte de los hombres constituye el sistema de explotación que está en la base del modo de producción heterosexual, las implicaciones y los efectos de esta producción se extienden mucho más allá de la relación habitual entre los géneros en los contextos de cohabitación doméstica. En primer lugar, porque también fuera de estos contextos la «clase» de las mujeres está afectada por formas de segregación ocupacional que, en todo el mundo, las relega a los trabajos de cuidados, educativos, afectivos y sexuales del todo parecidos a los desarrollados en el ámbito doméstico. Este hecho dificulta hablar todavía más de trabajos meramente «reproductivos», ya que pueden venderse y comprarse en el mercado. Esto significa que, si el modo de producción doméstico extiende sus efectos más allá del perímetro del domicilio privado, no se puede seguir hablando de un modo de producción solamente doméstico, sino, en cambio, de una división «hetero-sexual» del trabajo, ya que las profesiones llevadas a cabo por las mujeres también fuera de casa, en términos porcentuales, reflejan los roles que estas desarrollan en su interior, sobre todo en relación a los hombres.
En segundo lugar, porque incluso si limitáramos la investigación al contexto doméstico estudiado por Delphy, en este una mujer no está nunca en la sola condición de tener que servir al hombre, desarrollando en su lugar la mayoría, o la totalidad, de las actividades «reproductivas». De hecho, en el modo de producción heterosexual una mujer está también en la obligación de reproducir el sistema social heterosexual, es decir, de reproducir hasta las condiciones de su propia opresión, de forma gratuita. Aunque el trabajo necesario para la trasformación de las materias corpóreas en géneros no depende solo y exclusivamente del llamado trabajo «reproductivo», ya que una pluralidad de autoridades e instituciones políticas y sociales produce incesantemente los géneros según una racionalidad heterosexual (desde las administrativas, educativas, jurídico-penales, sanitarias y farmacéuticas, hasta los medios de comunicación y el mercado tout court), solo en este caso se basa en la explotación, dado que este trabajo está desarrollado de forma gratuita por las mujeres, extorsionándolas. La «participación» de las mujeres en el modo de producción heterosexual es, entonces, la de «socias minoritarias», y favorece sobre todo al dominio de los hombres sobre ellas mismas19.
Por lo tanto, si es verdad que el modo de producción doméstico constituye un modo de producción autónomo del capitalista, no lo es, sin embargo, del modo de producción heterosexual. Entre ellos, más bien, hay una relación de interdependencia. Y si es verdad que el modo de producción doméstico favorece principalmente a la clase de los hombres, al mismo tiempo también favorece al más amplio «sistema social heterosexual» identificado por Wittig. La instancia que produce este sistema social es, igualmente, no independiente ya que se basa tanto en el dominio de las mujeres por parte de los hombres (y, por lo tanto, también en la explotación de su trabajo), como en la justificación de este dominio por medio de la «producción de una doctrina de la diferencia sexual», cuyos efectos opresivos, según Wittig, recaen en las mujeres, pero no solamente en ellas20. Es, de hecho, la producción constante, jerárquica y desigual de la diferencia entre hombres y mujeres, según Wittig, lo que determina todas las posiciones sociales de subordinación y opresión, y no solamente de género y sexual, sino también racial y de clase. La relación heterosexual, es decir, la relación jerárquica entre hombres y mujeres llega a ser el elemento clave de todas las formas de subordinación y opresión. Por eso mismo, el fundamento de una sociedad igualitaria y justa, para Wittig, necesitaría de lo que ella define como la «destrucción de la heterosexualidad»21.
La teorización de un modo de producción doméstico, por lo tanto, requiere integrar el hecho de que el «lugar» de los géneros dentro de la relación social que los subyace constituye el resultado previo de otro modo de producción, el heterosexual. Esto determina también las formas de exclusión por medio de las cuales la heterosexualidad se naturaliza a sí misma. La relación económica de subordinación entre géneros heterosexuales, de hecho, no puede realizarse plenamente sin que se tome en consideración el modo de producción, tanto de los géneros y las sexualidades heterosexuales como de los géneros y las sexualidades no heterosexuales y no binarias, como desviaciones funcionales al mantenimiento y funcionamiento del orden social, político y económico heterosexual. Como observaba Judith Butler, por otra parte, las diferentes formas de abyección, marginalización o exclusión de los géneros y de las sexualidades deformes, no solo revelan que «ciertas personas sufren la falta de reconocimiento cultural por parte de otras», sino que constituyen «un modo de producción sexual y de intercambio específico que trabaja para mantener la estabilidad del género, la heterosexualidad del deseo y la naturalización de la familia»22. Que, sucesivamente, los géneros y las sexualidades deformes se excluyan de forma radical de la sociedad y de los circuitos de la economía formal, o, como ocurre siempre más frecuentemente, incluidos en modo «condicional», es decir, con la condición de que su inclusión ocurra en el marco de la ratificación de específicas condiciones previas heterosexuales23, tendría que sugerir que su exclusión o, por el contrario, su inclusión condicional son esenciales para el funcionamiento de la precedente normatividad. Por eso, en Comunismo queer hago hincapié en que todas las formas que adquiere la explotación dependen en gran medida del modo de producción heterosexual24. Por lo tanto, la subversión de este modo de producción es necesaria para la subversión del modo de producción capitalista en un «modo» que no mantenga ni naturalice las desigualdades estructurales.
Estas «desigualdades estructurales», desde mi perspectiva, se basan en que el modo de producción heterosexual, para poder funcionar y reproducirse a sí mismo, transforma las diferencias corpóreas, de por sí neutras y asépticas como todas las demás posibles diferencias, en principios de clasificación y jerarquización social. Y, aunque Butler no hable de un «modo de producción heterosexual», facilita, en todo caso, conceptos clave para comprender cómo este funciona de forma concreta, cuando habla de la creación del género por medio de actos performativos. La asignación del género, de hecho, equivale para Butler a la repartición de un rol performativo y no meramente descriptivo. En otras palabras, quiere poner en práctica lo que afirma. Y lo que afirma, lo que constantemente produce, es una ontología de la materia corpórea impregnada de significados culturales que lleva consigo tanto la fuerza de la prohibición de la homosexualidad como la fuerza del mandato heterosexual, en un marco rígidamente binario. No es casualidad si, para Wittig, «el rechazo a convertirse en (o seguir siendo) heterosexual significa siempre rechazar convertirse en, o seguir siendo, un hombre o una mujer, sea esto un acto consciente o no»25. Esto, sin embargo, no conlleva que la huella del modo de producción heterosexual aparezca solamente allí donde la heterosexualidad constituye una práctica afectiva o erótica. Por contra, la clasificación y la jerarquización que genera el modo de producción totalizan todo lo existente. Como tal, esto no puede ser enmendado por correctivos formales. La crítica a este modo de producción debe ser tan sistemática como sistémica sería la transformación social que este tipo de crítica conllevaría.
III
El modo de producción heterosexual genera la desigualdad de género y sexual (entre hombres y mujeres y entre formas normativas y abyectas del género y de la sexualidad). Pero hay algo más: el modo de producción heterosexual genera, en una acepción mucho más amplia, la desigualdad social. No existiría, por cierto, la sociedad si los sujetos no se relacionasen de alguna forma entre ellos. Cada sujeto, sin embargo, participa en una relación llevando ya desde siempre, en sí mismo y consigo mismo, un género. Y como este género se ha ido produciendo por medio de una racionalidad jerárquica, constituye el pilar a través del que se produce, y reproduce, cada desigualdad social.
Hemos dicho que, exactamente como el modo de producción doméstico estudiado por Christine Delphie, también el heterosexual, siguiendo el marco de reflexiones de Monique Wittig, es un modo de producción autónomo del modo de producción capitalista. Su «autonomía», sin embargo, no excluye la posibilidad de establecer una temporalidad diferente a la del modo capitalista.
La razón por la que el enfoque materialista tendría que reformularse a la luz de una teoría del modo de producción capitalista se encuentra de forma previa, tanto histórica como lógicamente, al modo de producción capitalista. Esto significa que el capitalismo se genera en un tipo de relación social ya densamente estructurada por procesos de subjetivación ordenados de forma jerárquica y por relaciones de género y sexuales desiguales. Para comprenderlo, sin embargo, no hace falta necesariamente remontarse a un pasado lejano y nebuloso26. Es suficiente con observar que, en las sociedades en las que vivimos, neoliberales o tardocapitalistas, cada cuerpo se produce constantemente como masculino o femenino, más allá del hecho de que cada cuerpo, sucesivamente, puede resignificar o rechazar esta producción (¡como demuestra nuestra experiencia como minorías de género y sexuales!). Si se quiere aspirar a alguna forma de reconocimiento e inclusión social, cada cuerpo debe, de un modo u otro, someterse a la cadena de producción y de inteligibilidad heterosexual. Y ser inteligible es, por lo tanto, el requisito para ser reconocible, y de tal forma acceder a la relación social capitalista, es decir, para ser rentabilizado y puesto a trabajar por el capital.
Esto se da de forma diferente según la posición de género que el cuerpo, como producto «heterosexualizado», ocupa dentro del orden social. No podemos prescindir de esto para comprender las desigualdades, las jerarquías y las violencias de la sociedad capitalista, también en sus formas más modernas, que parecen ir en contra de esta adquisición. Los recursos humanos que una persona «es», y en los que se puede «invertir», cambian de hecho según se sea hombre o mujer, o se esté considerada como tal, o no, por parte del mercado de trabajo remunerado y no remunerado. Y mi idea es que los recursos humanos vienen dispuestos, significados y organizados de forma previa por el modo de producción heterosexual, y que entenderlo puede marcar la diferencia en la forma de enfrentarnos a las desigualdades y a las injusticias del sistema capitalista.
Lo que anima una teoría queer del modo de producción heterosexual es, sin embargo, la convicción de que, para que la teoría queer pueda tener un sentido hoy en día (en la época en la que la inclusión neoliberal de las minorías de género y sexuales se ha cumplido y ha servido principalmente para contener su amenaza al sistema heterosexual), esta tiene que impulsar la inversión de la concepción dominante sobre la relación entre el modo de producción capitalista y la producción del sujeto y de la relación social. Claramente, esto supondría que todas las minorías compartiesen un posicionamiento materialista, y sabemos que no es así. Por otra parte, una teorización del modo de producción heterosexual no pretende ser una aportación crítica solo a la teoría marxista y a los movimientos anticapitalistas, sino también y, sobre todo, a la política de las minorías de género y sexuales, dado que estas corren el riesgo de ocultar la opresión estructural del modo de producción heterosexual. Si la teoría marxista y los movimientos anticapitalistas lo hacen deseando la superación del capitalismo caracterizado por una concepción de las clases y de la relación entre estructura y superestructura que relega a cuestiones «superestructurales» las jerarquías y las desigualdades generadas por el modo de producción heterosexual, las minorías de género y sexuales lo hacen, por contra, enfocando su lucha en una racionalidad más o menos explícitamente liberal, en su léxico político y en su correctivos formales, contribuyendo más o menos de forma inconsciente a naturalizar el origen de su propia opresión.
De este segundo aspecto es, sin duda alguna, corresponsable la racionalidad liberal, que se ha afirmado justamente descalificando como «ideologías», en sentido negativo, a las teorías radicales gay, lesbianas y feministas, haciendo coincidir del todo el entendimiento de las cuestiones de género y sexuales con la reivindicación de derechos, dentro de una sociedad que tiene que seguir estando basada en el modo de producción heterosexual. Sin embargo, el desinterés general de las minorías de género y sexuales por los análisis materialistas constituye también el éxito de la indiferencia (y en muchos casos, de la actitud persecutoria) históricamente demostrada por el materialismo y el anticapitalismo hacia las formas de opresión que no estuviesen totalmente relacionadas con la lucha de clases en sentido marxista.
Todas las demás opresiones no totalmente atribuibles a la relación conflictiva entre capital y trabajo, como ya escribí, se han considerado secundarias, «culturales» o, en el mejor de los casos, «ideológicas», pero en todo caso no implicadas en la dimensión «estructural» y «material» del modo de producción. Esta es la razón por la que, desde la perspectiva del modo de producción heterosexual, es resolutivo no solo afirmar que las opresiones superestructurales no tienen la misma importancia que las estructurales, porque esto conllevaría rehabilitar positivamente esta partición tan problemática, sino también implantar una teoría centrada en reconceptualizar la «estructura» marxistamente entendida. Si (1) el modo de producción heterosexual es lo que genera los sujetos y sus relaciones y si (2) el capitalismo es ante todo una relación social, esto significa que (3) del modo de producción heterosexual se genera toda relación de producción y, en consecuencia, el estado, la sociedad y el mercado. Paradójicamente, lo deduzco de las palabras de Engels, cuando escribe que «según la concepción materialista, el momento determinante de la historia […] es la producción y reproducción de la vida misma» y «la producción de los hombres mismos»27. Según mi interpretación, esta «producción» se rige por la relación heterosexual, dado que el producto del modo de producción son los hombres y las mujeres; hasta el punto de que, como agudamente sugirió Mario Mieli, se debería definir más concretamente la heterosexualidad como «subestructural»: «En la base de la economía se esconde la sexualidad»28.
En consecuencia, la intención de la teoría del modo de producción heterosexual no es solamente la de contribuir a una mayor y más precisa interconexión entre la lucha anticapitalista y la queer. Su verdadero propósito es enmarcar estas dos luchas, desde el punto de vista teórico, en una perspectiva materialista capaz de ocupar la posición estructural del modo de producción heterosexual. Si el modo de producción heterosexual es lo que garantiza al capitalismo los recursos humanos y simbólicos —los hombres, las mujeres y sus relaciones— para afirmarse históricamente y continuar reproduciéndose, su subversión constituye, sin duda alguna, uno de los requisitos para la subversión del modo capitalista mismo. Y si insisto en este punto no es por el afán de subvertir la jerarquía entre lo que viene antes y lo que viene después: más bien, lo hago para destacar que el capitalismo no constituye el comienzo y el fin de todas las opresiones o desigualdades, y que su hipotética superación, por lo tanto, no las eliminaría automáticamente a todas. Considerando el modo de producción heterosexual como lógica e históricamente anterior al capitalista quiero decir que el primero estaría destinado a sobrevivir al segundo, en el caso de que la superación del capitalismo no fuese precedida por la subversión del modo de producción, con el resultado de encontrarnos con una sociedad tal vez ya no impregnada por procesos subjetivación y por relaciones sociales y de producción capitalista, pero perfectamente sujetada por procesos de subjetivación y por relaciones sociales y de producción heterosexual.
La asignación del género, el binarismo de género y sexual, las desigualdades y las violencias de género y sexuales, las formas de explotación y de exclusión social que se desencadenan a partir del género y la sexualidad (que ni siquiera se perciben como tales), la separación entre trabajo «productivo» y trabajo «reproductivo» o la persistencia de diferenciales de poder que rigen las posibilidades (o imposibilidades) de relación de los cuerpos entre ellos, pues bien, todas estas prácticas sociales no necesitan para nada al capitalismo para seguir siendo las mismas. Y el hecho de que la transformación de dos diferentes modos de producción no puede suceder siguiendo las mismas modalidades, o basándose en las mismas temporalidades, no excluye, en todo caso, que un esfuerzo materialista contra el capitalismo (del que depende la opresión, la desigualdad y la violencia actualmente padecida por la gran mayoría de las personas en el mundo) debe hacerse cargo de las modalidades que la explotación o la exclusión asumen, ya que cada una de estas modalidades depende de un eje de opresión específico que contribuye a la definición de lo que, en términos generales, definimos como «explotación», «exclusión» y, ante todo, «capitalismo».
IV
Volvamos a la pregunta que marcó el comienzo de esta disertación:
¿Por qué el anticapitalismo contemporáneo coge del léxico liberal las palabras para contrarrestar la desigualdad y la violencia de género y sexual? Lo hace porque, a pesar de concebir cada relación y desigualdad social como producidas por la sociedad, coincide con el liberalismo en entender, de forma engañosa, la «diferencia sexual» como inerte, natural y presocial.
Esto es lo que estoy describiendo aquí como modo de producción heterosexual. Aunque el modo de producción heterosexual es precapitalista (y es esto lo que pone en crisis las premisas del anticapitalismo) no permite definir a sus productos, es decir los géneros y las relaciones de género, como inertes, naturales y presociales. Es justamente en la producción heterosexual de los géneros y en la relación social de género donde se origina el conjunto de los recursos materiales y simbólicos que el capitalismo necesita para afirmarse y reproducirse incesantemente: esto está demostrado por la persistente división sexual del trabajo, de las varias y complejas formas de segregación ocupacional y de la explotación del trabajo sexual y de género. Y a pesar de que la adopción de esta perspectiva teórica podría marcar un cambio de enfoque en la política anticapitalista, esta prefiere seguir tomando del liberalismo las letanías sobre «el odio a la diversidad» o continuar luchando por la «tutela de las diferencias». De tal forma, esta perspectiva teórica acaba por defender solo y exclusivamente las desigualdades, trabajando de la mano con el liberalismo en dificultar una auténtica transformación social.
Es posible que en la base de esta estrategia esté la convención de que un enfoque más radical condenaría a la izquierda «radical» a fracasos todavía más grandes, especialmente a la luz del hecho de que, como la ciencia política lleva demostrando desde la segunda posguerra, un movimiento o un partido tiene más posibilidades de ganar consensos si se demuestra catch-all («atrápalo todo»)29. Cuanto menor sea el anclaje ideológico y las referencias a clases específicas, tanto mayor será el apoyo del electorado, reclutado de forma transversal a todas las clases, es decir, a la población en general. Esto es lo que han hecho ininterrumpidamente los grandes partidos de masas, desde la segunda posguerra hasta ahora, empujando, de forma gradual pero inexorable, a los partidos representantes de intereses específicos a los márgenes de la representación. Así, estos partidos han construido como ineluctables e insuperables lo que para los grupos sociales oprimidos representaba la estructura de su propia opresión, enmascarando su ideología detrás de una gestión aparentemente posideológica de lo «real». Pero si los partidos y los movimientos de izquierda radical imitan este enfoque, ¿qué es lo que se obtiene? La respuesta es la siguiente: nada. En estos términos, de hecho, no puede existir una izquierda radical.
Cualquier proyecto de refundación de una izquierda radical no puede aspirar a un consenso transversal entre los grupos oprimidos acudiendo a la estrategia que utilizaron los partidos de masas para relacionarse con la población en general, es decir, ocultando su propio propósito ideológico. Este, en el caso de los partidos y de los movimientos materialistas, consiste en la construcción del modo de producción como origen de todas las formas de opresión al que hay que contraponer un anticapitalismo genérico que, sin embargo, se ve obligado a coger de las ideologías cómplices del gran capital las palabras para decir todo lo que se escapa a su lógica básica. De por sí, los partidos de izquierda no representan, de hecho, ninguna lucha específica contra ninguna opresión específica, ya que la atención hacia la relación entre capital y trabajo es vana. Si esta misma atención no está enfocada en la totalidad de las relaciones sociales fundadas en la desigualdad y en la violencia que estructuran y articulan la relación entre capital y trabajo, es decir, que estructuran la relación entre las partes de esta relación. Más allá de la forma que podamos usar para definirlas desde el punto de vista nominal, para distinguirlas de las moderadas y declaradamente liberales, las izquierdas radicales abrazan una concepción nada radical, sino un tanto superficial, de las opresiones que tendrían que combatir.
Una superficialidad calculada, obviamente, debida a la voluntad de ocultar la pluralidad de modos de producción que confluyen en lo que, de forma superficial, definimos «capitalismo». Y justamente esta superficialidad es la que contribuye a la entrega del mundo entero a la violenta amenaza representada por el auge del poder de las derechas. No tendría que sorprendernos, pero sí preocuparnos, que los intentos cumplidos por algunos proyectos de izquierda radical para recuperar a su electorado (que desde hace tiempo vota a los partidos de derecha soberanista, xenófoba y neofundamentalista) se basasen en una concepción ostentosa y oportunista de las cuestiones de género y sexuales que imita a la de derecha, comprobando así que ningún partido o movimiento materialista ha sido capaz hasta ahora de decir algo mínimamente materialista sobre este tema. Si no es liberal, lo que dicen los partidos o los movimientos anticapitalistas es reaccionario. Y si es muy fácil entender lo que no está bien en los discursos anticapitalistas reaccionarios, en cambio es más difícil entender lo que no está bien en los discursos anticapitalistas y, paradójicamente, liberales.
Es hasta demasiado fácil, a estas alturas, entender que en la base de esta necesidad de coger del liberalismo las palabras para definir una opresión no relacionada con el conflicto entre capital y trabajo está la vieja y supuesta distinción entre la opresión material (de la que se ocupa el materialismo) y la opresión cultural (de la que se considera pertinente que se ocupe el liberalismo). Por lo tanto, hace falta repetir y también es necesario insistir en que esta división dinamita las bases de la lucha anticapitalista. La elevación del modo de producción capitalista como único modo de producción de la opresión y desigualdad (ayudado por los torpes intentos de no demostrar total indiferencia hacia las «otras» formas de opresión, «diferentes» en comparación con la opresión de clase) tiene el único resultado, para los movimientos y partidos de izquierda anticapitalista, de no llegar nunca a la comprensión general de que es a partir de específicas condiciones de violencia y de opresión de por si no capitalistas que el capitalismo sucesivamente genera y moldea todas las diferentes formas de explotación y exclusión, reproduciendo condiciones específicas de vulnerabilidad económica y social. Tal y como demuestra el panorama actual global, no es más que poniéndose en riesgo y en peligro a sí mismos que los movimientos y los partidos de izquierda anticapitalista continúan descuidando tan clara constatación y, a cambio, consiguen una fragmentación social que alcanza el límite de la irreversibilidad. Y si los grupos sociales minoritarios y oprimidos no encuentran ninguna razón para llegar a una visión anticapitalista común es porque no se considera para nada «común». Esto está demostrado por la existencia de una pluralidad de movimientos cuya misma existencia nos indica que el anticapitalismo general no tiene la fuerza necesaria para ser el denominador común de la pluralidad de luchas y que, más bien, cada lucha específica tiene potencial para el éxito anticapitalista, entre muchos otros.
Después de todo, hemos tenido alguna vez la curiosidad de preguntarnos ¿por qué, en una de las fases más atroces del capitalismo, están surgiendo tantos movimientos que necesitan focalizar su atención tanto en la violencia y opresión de género, sexual y racial, así como en la violencia sistemáticamente sufrida por las personas con diversidad funcional, o en la violencia ejercida hacia los seres no humanos y el medio ambiente, como muestran las luchas antiespecistas y contra el cambio climático? La respuesta, para muchos, consiste en decir que estos movimientos surgen para distraer del conflicto entre capital y trabajo, siendo así capaces de fragmentar «la clase» debilitando su frente anticapitalista, hecho que podría ser verdad si se considera que a menudo es difícil encontrar algo de materialismo en estos movimientos. Sin embargo, es todavía más cierto que la simultánea necesidad de estas luchas, relacionada con la efectiva fragmentación e impotencia institucional de las izquierdas radicales (constatada por el hecho de que la distribución del poder favorece, a nivel global, la recombinación del neoliberalismo y neoconversadurismo, o neofundamentalismo) se produjo a raíz del histórico descuido de los partidos y de los movimientos de izquierda radical. Estos, de hecho, en vez de entenderse como espacios de confluencia común para luchas específicas, rebajaron todas las luchas no estrictamente entendibles como «de clase» a estrategias burguesas de distracción. Otras veces, en cambio, utilizaron toda subjetividad política para poder seguir jerarquizando las opresiones entre primarias y secundarias.
V
He intentado delinear algunos elementos para una teoría general del modo de producción heterosexual. A todo lo desarrollado hasta aquí, me gustaría añadir, de forma esquemática, algunas puntualizaciones finales:
Rechazar pensar la heterosexualidad como modo de producción significa aceptar que la existencia de hombres y mujeres inteligibles como tales no es el producto de una racionalidad específica, sino un hecho ontológico, o natural. De tal forma, se convierten en naturales y, por lo tanto, imposibles de subvertir también las desigualdades, las violencias y las formas de explotación de género y sexual. Y si no es posible subvertirlas, significa que lo único que puede hacerse es aceptarlas como lo que son, o amortiguarlas por medio de varias formas de moralización (la educación a las diferencias, el respeto a la diversidad, etcétera). Sin embargo, la subversión del modo de producción heterosexual tendría que ser un objetivo eminentemente político.
Una teoría del modo de producción heterosexual no se acaba con la demostración de que los hombres y las mujeres son «productos sociales», y no «hechos naturales». Si así fuese, esta teoría no añadiría nada a las adquisiciones teóricas por las que los géneros serían «constructos sociales», y así «producto» acabaría siendo un simple sinónimo de «constructo». Por el contrario, el objetivo de una teoría del modo de producción heterosexual es sugerir que en la base de la producción está un «modo», una «racionalidad». Si no se entiende esto, se dificulta la posibilidad de averiguar la relación entre las «diferencias» (sexuales y de género), normalmente concebidas como positivas, y las «desigualdades» (sexuales y de género), entendidas, sin embargo, como negativas. Mi idea es que dejar inalterados los aparatos de producción de las «diferencias» condena al fracaso todo intento de lucha contra las «desigualdades». Por otro lado, una producción que ocurre de por sí sola no genera ningún cuestionamiento sobre cómo ocurre esta producción y con qué propósito. En cambio, una teoría del modo de producción heterosexual quiere estar a la altura de tal cuestionamiento.
Desde hace tiempo los sectores más radicales de los movimientos feministas, gay, lésbicos y trans desean la abolición del género entendido como «constructo social», sin lograrlo: la violencia, la explotación y la desigualdad de género y sexual serían, en este caso, problemas resueltos. Por el contrario, desplazar la atención hacia el modo de producción heterosexual podría llevarnos a relacionar la abolición del género con las relaciones y prácticas sociales en el marco de las cuales los géneros adquieren inteligibilidad reforzando, de forma consciente o inconsciente, su modo de producción. Después de todo, el género no existe de por sí mismo, en un vacuum, sino que siempre lo hace «estructuralmente». Por lo tanto, ¿qué sentido tiene limitarnos a esperar la abolición de los géneros producidos de forma heterosexual si no derribamos, ante todo, la compleja estructura cultural, política y económica que los produce? Es a partir de esta pregunta que nuestra crítica, nuestra lucha y nuestras prácticas pueden hacerse más inteligentes y eficaces. Es decir, solo esforzándonos en experimentar praxis instituyentes que se oponen a la racionalidad heterosexual (que subyace a la producción del género) y que destruyen sus aparatos productivos, las prácticas sociales en el marco de las cuales los géneros adquieren inteligibilidad reforzando incesantemente, de forma tanto deliberada como inconsciente, su modo de producción.
Una teoría del modo de producción heterosexual no quiere ignorar, ni devaluar que la vida de la feminidad y de la masculinidad puede también no circunscribirse a la heterosexualidad entendida en forma estricta, como, por cierto, ya han demostrado las formas de subjetivación y relación de las minorías de género y sexuales. Esta teoría, en todo caso, quiere hacer hincapié en el hecho de que las posibilidades de «resignificación» y «dislocación» de los géneros ya producidos (para utilizar conceptos propios de la teoría de la performatividad de Butler30) no constituyen de por sí ninguna garantía de subversión del eje de opresión de género y sexual. Estas posibilidades, de hecho, están remitidas a un momento posterior a la producción misma. Esto significa que están remitidas al caso, a los contextos, a la suerte y a las capacidades (a menudo solo y exclusivamente individuales). Sin embargo, la cuestión es que una teoría y una política transformadora no pueden depender de la suerte de casos específicos. De hecho, son los casos menos afortunados y claramente superiores los que nos obligan a pensar, teórica y políticamente, con mayor amplitud. La resignificación y dislocación de los géneros ya «producidos de forma heterosexual» representan estrategias de supervivencia, cuya legitimidad y necesidad no solo no tendría que confundirse con una elección individual, sino que no tendría que distraer del objetivo final y necesario de subvertir el modo de producción heterosexual.
El ámbito de actuación del modo de producción heterosexual no abarca exclusivamente las minorías de género y sexuales. Este concepto no se refiere a un grupo específico, muy claro o hasta separado del resto de la sociedad. Se refiere, más bien, a la sociedad. Teorizar el modo de producción heterosexual significa delinear una ontología de lo social. Esto significa que la sociedad, en su conjunto, es el resultado de este modo de producción. Aunque mi insistencia sobre este tema (o por lo menos en su peculiar modo sobre el que tanto he insistido) nos lleva a considerar de fundamental importancia sus efectos (es decir, el hecho de que estos efectos no afectan a todos los grupos sociales de la misma forma), al mismo tiempo nos señala, en términos universales, el modo que produce y reproduce la sociedad, visibilizando cada una de sus partes constituyentes en toda su materialidad y especificidad.
Y en la medida en que el modo que rige la sociedad se basa en la desigualdad (en todas las diferentes formas que esta puede tomar), la transformación social, en un sentido más igualitario y justo, solo puede originarse de la subversión de su propio modo de producción.
NOTAS
- Sobre este punto, J. Butler, «Meramente culturales», en Nancy Fraser, El daño y la burla. Un debate sobre la redistribución, reconocimiento, participación, prólogo de Lo Iacono, Pensa Multimedia, Lecce, 2012.
- Ibid., p. 66.
- Se considera, entre muchos otros, al exlíder del Partido Laborista inglés, Jeremy Corbin, en el habitual y sentido mensaje en ocasión del Día del Orgullo de Londres de 2018: «El Día del Orgullo es una oportunidad para celebrar la comunidad LGBTQ y su diversidad, así como para reflexionar sobre los avances conseguidos hasta hoy. Pero el Día del Orgullo es también una protesta y una lucha por la igualdad, tanto en Reino Unido como en el resto del mundo. Hace solo cincuenta y un años de la parcial despenalización de la homosexualidad en el Reino Unido, y estoy orgulloso de poder decir que fue el gobierno laborista quien derogó aquella horrible ley. Pero me urge recordar que el cambio nunca llega desde arriba. Esto nunca pasa. El progreso viene solamente de vuestro incansable activismo y de la lucha para la transformación social. Es solamente gracias a la lucha por la libertad de los movimientos LGBTQ que el Labour’s Equality Act pudo tutelar sus derechos, y es solamente gracias a vuestra lucha actual que el Partido Laborista puede controlar que se trate a las personas trans con dignidad y respeto». (La traducción del inglés al italiano es del autor del ensayo, Federico Zappino, así como el uso de las cursivas).
- Siguen siendo muy reveladoras las palabras de Mario Mieli (Elementos de crítica homosexual, Einaudi, Turín, 1977) sobre el tema de los derechos de las personas homosexuales en época liberal: «La libertad que la ley garantiza a los homosexuales no es nada más que la libertad de ser unos excluidos, oprimidos, explotados, objetos de violencia moral y a menudo también física» (p. 83). Sobre la transfiguración de las desigualdades en diferencias, cfr. F. Zappino, Comunismo queer. Notas para una subversión de la heterosexualidad, Meltemi, Milán, 2019, en particular los capítulos 6 y 9.
- Cfr. Zappino, Comunismo queer, cit., passim.
- M. Wittig, El pensamiento heterosexual (1991), prólogo de F. Zappino, Egales, 2006, p. 15.
- Ibid., p. 41, cursivas del autor.
- Zappino, Comunismo queer, cit., p. 38.
- K. Marx, El Capital, con prólogo de M. L. Boggeri, Editori Riuniti, Roma 1974, en particular el libro III.
- Wittig, El pensamiento heterosexual, cit., p. 31.
- Ibid., p. 25 y siguiente.
- Ibid., p. 31.
- Ibid.
- F. Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884), con prólogo de F. Codino, Editori Riuniti, Roma, 1986. Engels, al mismo tiempo, da por hecha la existencia de una edad anterior a la patriarcal, de tipo matriarcal, cuya subversión marcó la subordinación universal del grupo social de las mujeres al de los hombres. A esta idea Monique Wittig contesta con estas palabras: «La creencia en un orden social de la madre [mother right] y en una “prehistoria” en la que las mujeres (por su predisposición biológica) pusieron las bases para la civilización, mientras los hombres (por predisposición biológica), siendo torpes y brutos, se dedicaron a la caza, es del todo simétrica a la interpretación biológica de la historia producida hasta ahora por la clase de los hombres. El método que se funda en señalar las causas de la división entre hombres y mujeres en su biología, y no en hechos sociales, no cambia. Y para mi este método no podrá constituir nunca el punto de partida para un enfoque lésbico de la opresión de las mujeres. Esto, de hecho, eleva la heterosexualidad a fundamento de la sociedad y de su origen. Sin embargo, el matriarcado no es menos heterosexual del patriarcado, lo que cambia es el sexo de quien ejerce la opresión. Además, la idea del matriarcado no solo sigue estando sujeta no solo a la categoría del sexo (hombre y mujer), sino que persiste en la idea que la capacidad de generar hijos (biología) es lo que define a una mujer», en Ead., El pensamiento heterosexual, cit., p. 30 y siguiente.
- Wittig, El pensamiento heterosexual, cit., p. 30.
- Sobre este punto, me parece importante hacer hincapié en que un pensador marxista como Maurizio Lazzarato ha ratificado explícitamente esta idea y también la validez de la propuesta del modo de producción heterosexual, en Id., L’intollerabile presente, l’urgenza della rivoluzione. Classe e minoranze, ombre corte, Verona, 2022.
- Wittig, El pensamiento heterosexual, cit., p. 48.
- C. Delphy, L’ennemi principal. 1: Économie politique du patriarcat, Syllepse, Paris, 2009. Ead., Per una teoria generale dello sfruttamento, con prólogo de D. Ardilli, ombre corte, Verona, 2020. Además, Cfr. Variations sur des thèmes communs, el primer número de la revista «Questions féministes» (n. 1, noviembre 1977, pp. 3-19) dirigida por Simone de Beauvoir: «Si los hombres remunerados y una parte de las mujeres (las mujeres remuneradas, alrededor del cuarenta y cinco por ciento) están sujetos a la explotación económica típica de las relaciones de producción capitalista, el conjunto de las mujeres (tanto las que trabajan dentro y fuera de casa como las amas de casa) están sujetas a una explotación económica común. Sin embargo, los hombres no están sujetos a esta misma explotación económica (más bien, se benefician de ella) en las relaciones de producción que no son las capitalistas, es decir, la producción de los servicios domésticos de forma gratuita. Es la gratuidad de este trabajo lo que lo sitúa, en el análisis, fuera del sistema capitalista que se caracteriza por la retribución salarial. Las amas de casa no están remuneradas en función de su trabajo, ellas son […] económicamente dependientes de sus maridos, que cogen de esta dependencia un poder material y psicológico» (en Balthazar, nº 2, marzo 2021).
- Mieli definía como «educastración» el proceso de transformación del niño «polimorfo y perverso» en el «adulto eróticamente mutilado, neurótico, pero conforme a la Norma heterosexual» (Id. Elementos de crítica homosexual, cit.). Y sobre este tema, escribía: «A lo largo de nuestras vidas, hemos encontrado a muchos educastradores y educastradoras, por desgracia, demasiados […]. Muchas mujeres nos ofendieron y siguen haciéndolo, se rieron de nosotros y siguen haciéndolo, nos reprimieron y siguen haciéndolo. Hoy en día, estas mujeres solo pueden estar contra nosotros y nosotros “contra” ellas, si, desde la perspectiva gay, queremos llevar a cabo la lucha para la liberación universal (una lucha, por lo tanto, que las incluiría también a ellas)».
- Wittig, El pensamiento heterosexual, cit., p. 49.
- Ibid., p. 41.
- Butler, «Meramente culturales», cit., p. 70 y siguiente, cursivas del autor.
- Zappino, Comunismo queer, cit., p. 61 y siguientes sobre la «flexibilización de la heterosexualidad como elemento central de la gobernabilidad neoliberal»; cfr. También G. Ludqing, «Desiring Neoliberalism», en Sexuality Research and Social Policy, vol. 13, nº 4, 2016. Finalmente, cfr. R. Busarello, Diversity Management, pinkwashing aziendale e omoneoliberalismo, en F. Zappino Il genere tra neoliberalismo e neofondamentalismo, ombre corte, Verona, 2016.
- Esta hipótesis merecería apreciaciones más amplias, sobre todo a la luz de lo teorizado por Meg Wesling en «Queer Value», en GLQ, nº 18, vol. 1, 2012.
- Wittig, El pensamiento heterosexual, cit., p. 33.
- Aunque sería importante integrar con una perspectiva histórico-genealógica lo que, desde una perspectiva filosófico-política, defino como «modo de producción heterosexual». ¿Cuándo y cómo nace la práctica de transformar a los cuerpos en géneros? ¿Qué tipos de fuerzas constituyen la base de la construcción de la racionalidad heterosexual que subyace a la de producción? De hecho, trabajos como el de Hanne Blank, Straight: The Surprisingly Short History of Heterosexuality (Beacon Press, Boston, 2012) nos ayudan solo en parte a la hora de contestar a estas preguntas, ya que consideran la heterosexualidad sólo como una orientación sexual y no como un modo de producción.
- Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, cit., p. 33.
- Mieli, Elementos de crítica homosexual, cit., p. 211.
- O. Kirchheimer, Politics, Law and Social Change, Columbia University Press, New York 1969.
- J. Butler, El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), Paidos Ibérica, 2007.