Del campo a la ciudad. La dimensión espacial de las violencias cisheterosexistas

Ignacio Elpidio Domínguez Ruíz

Cada vez que la prensa o las redes sociales en el Estado español claman por un ataque físico o verbal contra personas no cisheterosexuales, nos encontramos con quejas y referencias que nos recuerdan en qué año y en qué siglo vivimos, como si fuese fácil olvidarlo. Al margen de cómo o dónde tenga lugar el ataque, o incluso si es un caso de acoso por redes sociales, periodistas y personas más o menos anónimas se quejan de que «en pleno 2022», o «en el siglo xxi» sigamos encontrándonos con formas de violencia física o verbal por la orientación sexual o la identidad o expresión de género de alguien. Al igual que con comentarios parecidos de sorpresa ante una invasión militar o un conflicto armado europeo «en pleno siglo xxi», estas quejas nos llevan a reproducir, tal vez sin darnos cuenta, marcos mentales —ideológicos, vaya— que no solo no nos ayudan sino que pueden limitarnos. Por mucho que queramos mostrar nuestra furia ante hechos que nos enfadan, este tipo de argumentos no deja de ser teleológico o, si lo queremos, performativo.

No deja de ser una idea feliz, cercana al pensamiento mágico y al solucionismo tecnológico, basada en la idea de que el progreso es lineal en el tiempo y que al estar en el «futuro» de un tiempo anterior de referencia hemos de esperar una sociedad mejor. Esta idea, por mucho que se base en una mezcla de optimismo y de enfado, borra la historia como proceso y la convierte de un plumazo en un progreso lineal y en un producto acabado, un presente supuesta y pretendidamente moderno, progresista, tolerante, avanzado y pacífico. Todas aquellas acciones, personas y organizaciones que se alejen de esta imagen del presente son por tanto objeto de queja, de ira y de asociación con un pasado anterior a ese «2022» o «pleno siglo xxi». Estas personas y acciones son vistas como algo marginal, como algo arcaico, en vez de como un fenómeno funcional y plenamente integrado en la sociedad en la que vivimos. Esta idea, finalmente, conlleva otro problema: hace un punto y aparte en las violencias en base a la orientación sexual y la identidad y expresión de género, como si fuesen un fenómeno estable —y estabilizado en un pasado—. Estas violencias, al igual que el resto de violencias que podemos asociar con el cisheteropatriarcado, son cualquier cosa menos estables o fijas: podemos parafrasear a la geógrafa Doreen Massey en su libro Space, Place and Gender y afirmar que si estas violencias han demostrado algo en la historia ha sido particularmente su flexibilidad.

Podemos ver el mismo pensamiento teleológico no solo en el tiempo sino también en el espacio: después de la supuesta agresión homófoba en Malasaña (Madrid), que tanta y tan diferente repulsa provocó en pocos días, vimos medios y redes sociales con comentarios parecidos. «En pleno Madrid» o «en el centro de Madrid», y otras muestras de sorpresa, participaron de discursos en los que grandes ciudades contemporáneas, como son la capital madrileña, Barcelona, Londres o San Francisco, son escenarios de los que podemos esperar menos violencias cishterosexistas. El estudio de las grandes mecas gays —y después LGTBI— occidentales, empezando con San Francisco y con una investigación de los años ochenta por el exministro Manuel Castells, nos ha llevado a discursos académicos y activistas que han relacionado lo urbano con el progreso, al menos en términos de visibilidad y de activismo no cishetero (o LGTBI). Películas, movimientos y eventos nos han conducido poco a poco a asociar Chueca en Madrid con el conjunto de las personas no cishetero, como metonimia espacial que dificulta la representación y la visibilidad de ciertas realidades más allá de las del centro madrileño. Esta cuestión, planteada como nadie por movimientos como el Orgullo Crítico de Madrid y por otros similares en otros territorios y países, nos ha hecho a cuestionar imágenes unívocas, o al menos querer imágenes alternativas.

Si Chueca o Barcelona se muestran como lo más de lo más en el activismo LGTBI o en la vida comercial y festiva de ambiente, lo hacen gracias a un reverso, un afuera constitutivo, un «lado oscuro»: el mundo rural. Igual que la promoción turística gay o LGTBI de destinos como Tel Aviv o Israel necesitan de un Otro cercano pero distinto, las grandes capitales gays o LGTBI necesitan su pedacito de alteridad, la sombra contra la que despiden luz y progreso. Dentro del Estado español este reverso es el campo, una idea genérica bajo la que podemos incluir un amplio abanico de las densidades poblacionales más bajas, incluyendo ciudades medianas y pequeñas o pueblos. El hecho de que ciudades grandes y capitales de provincia o de comunidad autónoma también se vean contrastadas negativamente con Madrid o Barcelona —pensemos en Valladolid, en Lleida, en Santander— nos deja claro que no es tanto una cuestión de densidad o de población en términos absolutos sino de distancia o de relación con las grandes metrópolis.

En pocos fenómenos puede verse esta división de la geografía de un país o un Estado como en el sexilio. Con este concepto, utilizado tanto en inglés como en las lenguas españolas, nos referimos a la emigración motivada por la orientación sexual o la identidad o expresión de género. Para ser más claro, la emigración pensada con este término no se debe tanto a que una persona sea por ejemplo bisexual o trans, sino a cómo vive en su lugar o entorno de origen, por lo que se trata más bien de las reacciones hacia la orientación sexual o la identidad o expresión de género que se alejan de ciertas maneras de las expectativas o normas culturales. Aunque este es un concepto amplio que debería servirnos para muchos movimientos migratorios, se usa casi siempre para referirse a emigraciones desde «el campo» hacia grandes ciudades, como Madrid o Barcelona en el Estado español. Se refiere por tanto a narrativas personales que participan de y que contribuyen a una expectativa de que las grandes ciudades son los espacios privilegiados y más cómodos o seguros para las personas LGTBI, o que son los únicos espacios disponibles para ellas.

En este concepto resuenan por tanto dos lugares, un origen y un destino, así como una comparación. Este concepto nos lleva a pensar que una gran ciudad es un espacio donde personas alejadas de la norma pueden encontrar más fácilmente trabajo, vivienda, personas parecidas y otros elementos de su interés o necesidad. De manera parecida a las quejas ante las violencias cisheterosexistas «en pleno siglo xxi», estas ideas conllevan comparaciones explícitas e implícitas, y dejan a determinados colectivos en un tiempo o lugar de progreso —el presente, Madrid— y a otros en un tiempo o espacio de retroceso —el pasado, el campo—. Estas narrativas personales y colectivas tienen en parte una base en la realidad. Estudios sobre la formación de las identidades gays modernas realizadas por John D’Emilio, por ejemplo, nos hablan de cómo fueron la industrialización, la urbanización y la mercantilización de productos culturales antes clandestinos los factores clave para llegar a las ideas contemporáneas de la diversidad sexual y de género. Las reformas legislativas y los estudios demoscópicos sobre el apoyo a la homosexualidad, al matrimonio igualitario, al cambio registral y a la autodeterminación de género nos hablan también de un progreso relativo al tiempo y a diferencias entre países.

El problema con esta narrativa espacial —y con la análoga temporal— es todo lo que se queda atrás, todo lo que no muestra, y todo lo que queda fuera de la mirada urbanocéntrica privilegiada en el activismo y en la academia. Cada vez más voces desde la geografía o la sociología de la sexualidad han comenzado a cuestionar en la última década la centralidad de la ciudad o, más bien, que sea lo único importante o lo único que hay. El concepto de la metronormatividad, aunque no se libre de críticas por cómo se ha usado, nos permite cuestionar y hasta rechazar las perspectivas y los marcos mentales activistas y académicos cuando se han —y nos hemos— limitado a la gran ciudad. Y no hace falta reinventar demasiado los marcos conceptuales: la idea de sexilio, por ejemplo, nos sirve para entender más movimientos migratorios, como pueden ser aquellos vistos como «neorrurales» en los que personas no cishetero se mudan fuera de grandes áreas metropolitanas, o de centros urbanos a suburbios, por nuevos o renovados intereses o motivaciones. Nos sirve también para pensar en movilidades e inmovilidades dentro de regiones alejadas de Madrid y Barcelona. Nos sirve para pensar en dónde hay asociaciones LGTBI en provincias como León, por ejemplo.

La aplicación de este y otros conceptos puede llevarnos por otros caminos, o por vías más amplias, si los vemos desde otra luz. Si nos centramos en los itinerarios migratorios habituales de las visiones típicas del sexilio, nos puede faltar una reflexión más honda sobre lo que hay en juego, como por ejemplo en los mercados laborales e inmobiliarios. Tenemos que pensar en la división histórica del trabajo y en cómo se ha desarrollado en el espacio con zonas y poblaciones especializadas en el último siglo y medio del modo de producción capitalista. Siguiendo a Raymond Williams en su El campo y la ciudad, podemos pensar que la división espacial para las personas heterodoxas de las normas o de expectativas sexuales y de género no es nueva o no surgió del capitalismo, pero sí que se transformó, y aún sigue cambiando. Al igual que el sexismo o el cisheterosexismo, la división espacial evoluciona y se ramifica, haciendo que la división binaria —pasado y presente, campo y ciudad— sea una limitación y una ficción. Volviendo a El campo y la ciudad, podemos decir que «el problema inicial es de perspectiva».

La división espacial del trabajo, y por ende del consumo, nos lleva a tener que pensar en cómo se relacionan los diferentes espacios. Si ver de manera binaria el campo y la ciudad es un error o una limitación, ¿cuál es la alternativa? Doreen Massey habló de «desarrollo desigual» para subrayar cómo los espacios, pero también las sociedades, se componen más de relaciones que de elementos aislados. En su introducción a Arco iris diferentes, Peter Drucker se refirió a esto de una forma similar llamándolo «construcción social desigual combinada» para hablar de la formación de identidades locales y globales vinculadas a la diversidad sexual y de género. Este concepto tan largo, algo farragoso por decirlo rápidamente, lo vincula con una larga tradición de pensamiento complejizador del espacio bajo el capitalismo, en la que podemos destacar a David Harvey. Drucker usa este concepto para desechar la idea de un proceso lineal, como el que podría llevarnos a pensar que en un antes o en un afuera hay un estadio previo de desarrollo —sin identidades o movimientos LGTBI, por ejemplo— que ha de llegar inexorablemente a la comunión en los marcos discursivos y de consumo globales. Rompe por lo tanto con la expectativa de que los discursos y el resto de prácticas vinculados con «lo LGTBI» que han emanado y emanan de grandes ciudades y de ciertos movimientos activistas y políticos sean el futuro deseable e inevitable para todo, o de que sean la única opción posible.

Frente a ello, la idea de la «construcción social desigual combinada» nos debe hacer entender que diferentes lugares y culturales locales han tenido puntos de partida diferentes, tan distintos como sus relaciones con la economía global y con los discursos hegemónicos en un contexto concreto. Esta idea también nos habla de la fuerza de los elementos «compartidos» o que pueden ser compartidos, como el peso del marco de «lo LGTBI» desde las grandes urbes occidentales, pero también nos sirve para mirar el cambio y la evolución en lo persistente, en lo residual. Podemos hablar por tanto de una geografía de la diversidad sexual y de género, como hice en Cuando muera Chueca. Podemos entender que cómo se conciben, aceptan o persiguen diferentes orientaciones sexuales y distintas identidades y expresiones de género en diferentes lugares participa sobre todo de conexiones y del juego entre lo residual, lo emergente y lo hegemónico. Podemos ver así que las expectativas sobre violencias o sobre la implicación de un ayuntamiento en el Orgullo LGTBI de un pueblo manchego, por ejemplo, están relacionadas con los discursos y prácticas activistas y políticos desde Madrid o Barcelona, pero también desde San Francisco y Tel Aviv. Es comprensible que afecten más las expectativas asociadas con Madrid como espacio para las personas no cishetero, por la distancia física y social y por mercados laborales y turísticos que llevan a ciertas relaciones.

Aplicar este marco, una idea materialista de la geografía de la diversidad sexual y de género, no puede llevarnos a cuestionar datos sobre dónde viven de manera más visible las personas no cishetero, dónde hay más variedad aparente de trabajos disponibles, o donde hay en general más oportunidades. Debe llevarnos de hecho a querer confrontar los datos, a interrogar la realidad sobre cómo son las experiencias de las personas no cishetero en diferentes lugares y contrastarlas con las imágenes y discursos que nos llegan. Una perspectiva materialista debe llevarnos a querer entender la realidad para poder cambiarla después. No basta con que sea el año 2022 o que estemos en el centro de una ciudad que se vende como cosmopolita para que no haya más violencia contra determinadas orientaciones sexuales e identidades y expresiones de género. Necesitamos entender cómo son realmente las experiencias y las violencias y cómo interactúan factores como las oportunidades laborales, los recursos y servicios públicos, la educación, la justicia y las producciones culturales —incluyendo las representaciones individuales y colectivas—. Necesitamos entender para poder incidir y cambiar efectivamente la realidad, y esto incluye también el conocimiento sobre el papel de los movimientos sociales en la política representativa y en el cambio social real. 

Si pensamos específicamente en la dimensión espacial de las violencias cisheterosexistas, necesitamos entender cómo se relacionan diferentes lugares y cómo se relacionan las experiencias de las personas que viven en ellos. Esto incluye itinerarios migratorios y el sexilio, pero también el turismo o la movilidad dentro de un área metropolitana. También necesitamos saber cómo impactan las condiciones materiales —por ejemplo, los mercados laborales e inmobiliarios— en dónde pueden desarrollarse más fácilmente movimientos e identidades colectivas concretas dentro del amplio abanico posible para las personas no cishetero. La clave no es reaccionar a la metronormatividad política y académica compensando y centrándonos solo en aquellas experiencias y realidades fuera de lo rural. Hace falta estudiarlas, dotarlas de visibilidad y entenderlas, pero en su conjunto y en su desarrollo desigual, que hila desde la ciudad más densa hasta el rincón menos poblado.

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