Ser pobre y maricón en una dictadura: relatos del franquismo en Canarias

Extracto de Invertidos: La represión LGTB durante el franquismo en Canarias (TFG), de Sol Micaela Chamorro

La posguerra dejó muchos daños en la sociedad española. Los estragos económicos que trajo la Guerra Civil hundieron en la miseria a las familias con menos recursos. Tras el conflicto, Franco llevó a cabo una política autárquica que se basaba en la autosuficiencia del país. De esta forma, España se abastecía únicamente con los alimentos que se producían dentro de ella. Familias como la de María Hernández Sánchez, de ochenta y tres años y natural de Pájara, Fuerteventura, son un ejemplo de los perjuicios que sufrieron las personas de las zonas más rurales y empobrecidas: «Franco provocó mucha miseria, la gente se quejaba mucho por lo mal que se pasaba. Yo no fui al colegio, trabajé desde pequeña con mi madre y no teníamos ni para zapatos», recuerda Hernández de su infancia. Las consecuencias de este sistema fueron el hundimiento del PIB nacional, que se encontraba muy por debajo de los del resto de países europeos (a casi un 40 % del PIB francés), el retroceso del desarrollo industrial y de la producción agrícola, así como el apercibimiento de salarios mínimos. Las bajas remuneraciones y el racionamiento hacían que todos los miembros del hogar tuvieran que trabajar, por lo que muchos niños y niñas dejaron la escuela para entrar en el mundo laboral antes de la mayoría de edad. 

A pesar de las medidas para alfabetizar a la población durante los años cincuenta, el trabajo infantil hizo que aumentara el absentismo escolar en todo el país y Canarias no quedó excluida de ello. A principios de los años setenta, Tenerife y Gran Canaria formaban parte de las regiones con mayor tasa de desescolarización, con un 59,7 % y un 61,2 %, respectivamente. En municipios como Ingenio, de un censo de población de 1.479 niños de entre seis y doce años, solo había 1.101 matriculados. De estos últimos, un 70 % asistía a clase con regularidad. La comunidad LGTB, concretamente las mujeres transexuales, tuvieron mucho más difícil poder recibir una educación por el acoso y marginación que sufrían. Montse González, mujer trans de sesenta y cuatro años y presidenta del Colectivo LGTB+ Gamá, era del barrio de El Polvorín, en Gran Canaria, y pudo acudir al colegio solo hasta la preadolescencia.

En este momento, González fue discriminada por mostrar inconformidad con el género asignado al nacer. Muchos niños y niñas trans exteriorizan su género sentido desde la infancia, ya que con dos o tres años son capaces de determinar y clasificar a las personas según sus diferencias sexuales. «En la escuela me llamó sarasa un profesor y yo no sabía lo que era», cuenta. «Además, no se me acercaban todos los niños, solo los de mi entorno. Los propios profesores me decían que era rara». Las dificultades económicas de la época y venir de una familia obrera de siete hermanos hicieron que Montse González dejara la escuela y comenzara a trabajar para ayudar en el hogar. «En el trabajo sí que se dieron cuenta de mi identidad. Ahí se burlaron de mí y fue cuando decidí dejar de taparlo y ser quien soy. Ahí dije “se acabó”», relata la activista.

Montse González, imagen cedida por Montse González.

Aquellos jóvenes que podían acceder a estudios superiores también tenían mayores oportunidades de conocer a intelectuales y corrientes ideológicas disidentes al franquismo, pues, a pesar de la fuerte represión y censura, en los círculos universitarios de Canarias, concretamente en la Universidad de La Laguna, existían grupúsculos de personas que defendían la libertad sexual o que tenían un pensamiento de izquierda. Paco Guerra, grancanario que vivió su adolescencia en el Colegio Mayor San Fernando de Tenerife durante los últimos años de la dictadura, cuenta que «tenía compañeros de clases más bajas, pero también había mucha gente pudiente, de la clase media alta; incluso en mi generación estaban los hermanos Sergio y Agustín Millares». 

Además, Guerra recuerda que «la Universidad era mucho más liberal con respecto al sexo, en el Colegio había muchos homosexuales, existía una comunidad que reivindicaba sus derechos e intentaban abrir la mentalidad de la gente». En este punto, la vivencia de la orientación e identidad también dependía del poder adquisitivo de cada persona y familia. Por un lado, porque las familias adineradas podían permitirse pagar multas o fianzas a cambio de evitar el ingreso en prisión y, por otro, porque al no necesitar trabajar y prostituirse, el entorno en el que van a desarrollar su vida va a ser más seguro e íntimo. Asimismo, proceder de una familia burguesa afín al régimen también podía permitir un trato favorable. Para el historiador Víctor Mora Gaspar, «la intersección de clase hacía que unas mujeres lesbianas pudieran ir al ginecólogo, comprarse vaqueros o tener citas, mientras que otras no. El sistema judicial franquista era corrupto y dependía de la clase. Si eras de clase alta podías estar un día en el calabozo; si eras obrero, podías estar cuatro años».

En este punto, Mar Cambrollé reivindica la labor realizada por las mujeres trans prostitutas durante el Franquismo. Para ella, gracias a las trabajadoras sexuales se conquistaron muchos derechos, ya que las mujeres trans procedentes de familias más pudientes, que debían optar por enmascarar su identidad, se dedicaron al estudio y a la formación. Para Cambrollé, aquellas mujeres que han hecho una transición tardía a veces tienen una actitud clasista desde lo académico, pues creen que ser abogadas o profesoras les da más dignidad que ser putas, con lo que muestran desprecio hacia estas últimas, mientras que sin la labor de las prostitutas no podrían estar en la posición que disfrutan.

 Durante la época dictatorial, la familia jugaba un papel esencial en la vida de todas las personas miembros del colectivo LGBT; en el caso de Montse González, su madre fue uno de los principales apoyos. González explica que su madre le decía «sé tú, y no dejes que nadie te avasalle», «me decía que me defendiera». A pesar de tener el respaldo de la familia, Montse González nunca contó lo que sucedía fuera de casa: «Yo me tenía que callar sobre lo que me hacían, cuando me metían en el calabozo, cuando me pegaban o cuando abusaban de mí sexualmente», cuenta. 

Marcela Rodríguez también es de las Islas, pero nació en La Palma, aunque luego su familia se mudó a Tenerife. Al igual que Montse González, recibió el apoyo de su madre y de sus hermanas, que también eran mujeres transexuales: «Conté con la referencia y lucha de mi hermana mayor. Mi padre más de una vez nos quiso echar, pero mi madre, a pesar del machismo que se vivía en casa, se enfrentaba a mi padre y le decía que, si se iba alguien, sería él». Esta aceptación de los seres queridos no era lo habitual, ya que en la mayoría de casos la propia familia era la que rechazaba y denunciaba la homosexualidad: «Ser maricón era una vergüenza para la familia y te echaban con quince o dieciséis años. Desde que les veían pluma. Se quedaban solos en la calle», explica Rodríguez.

Marcela Rodríguez (izquierda) y sus amigas. Imagen cedida por Marcela Rodríguez.

Para evitar esta discriminación, muchas veces vivían una doble vida. María Hernández cuenta cómo su madre conoció el caso de un hombre gay del pueblo que, para evitar la represión, se casó con una mujer. «Poco después la mujer le dijo que no quería seguir con él porque le traía hombres a casa», relata. Estos no eran casos aislados, ya que emparejarse con mujeres y formar una familia dentro de la normalidad establecida, pactada o no, ayudaba a librarse de la cárcel. Montse González, en cambio, no eligió esta vía. «Hubiera sido más cómodo, pero también menos justo» señala. «Aunque a veces pienso que fui muy atrevida, yo viví siendo quien soy, no quise disfrazarme ni engañar a nadie». 

Marcela Rodríguez cuenta cómo una de sus amigas está iniciando la transición ahora, con setenta años: «Venía de una familia muy cerrada y religiosa, tuvo que vivir casi toda su vida como hombre. A día de hoy, esa represión le ha traído muchos problemas mentales. Tuvo que esperar al fallecimiento de su padre, con ciento un años, para empezar a vivir su verdadera identidad», relata. Las personas que sufrían el abandono de su círculo más cercano perdían la oportunidad de estudio y de trabajo y, por tanto, de una vida digna. Además, el rechazo total de la sociedad, unida a la falta de recursos, les llevaba automáticamente a la pobreza y la única forma de sobrevivir a ella era la prostitución. «La mayoría de familias no aceptaban la transexualidad. Las mujeres trans tenían que salir de sus casas para poder transitar, sin acceso al mercado laboral», narra Mar Cambrollé. Montse González y Marcela Rodríguez explican que en Canarias la única vía era el mundo del espectáculo o la prostitución: «A ninguna le gustaba eso, pero no quedaba otra opción. Era un patriarcado que nos tenía muy bien agarradas a las mujeres, sobre todo a las trans. Solo quienes pasaban desapercibidas trabajaban», apunta González.

Ha pasado ya casi medio siglo de la muerte de Franco y la prole LGBTQI+ actual tiene un camino ya marcado, con menos piedras y obstáculos para vivir su identidad y orientación con la libertad que no tuvieron quienes vivieron la dictadura y los años siguientes. No obstante, esta generación de personas del colectivo de tercera edad sufren aún las consecuencias del régimen, pues las medidas de reparación histórica a las víctimas del franquismo han sido insuficientes y han supuesto la continuidad de discriminaciones sociales: «el legado que nos ha quedado es una situación anacrónica de responsabilidad estatal. Hay una generación de personas trans con más de sesenta años que no tienen ni siquiera para subsistir por no haber estudiado y no haber podido cotizar», reafirma Cabrollé. Montse González acentúa que «las mujeres trans son de las que nadie habla, las abandonadas y olvidadas».

Imagen cedida por la autora.

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