Irene Pérez González
Introducción
En primer lugar, es necesario desmontar el discurso generacional trasnochado y políticamente inefectivo de que la conciencia sobre las identidades no binarias y los derechos de la comunidad LGTBI, así como de otras problemáticas sociales, surge únicamente en la generación Z. Al perpetuar este tipo de discursos, estamos reduciendo problemas estructurales con siglos de historia a una simple guerra imaginaria entre dos generaciones —la generación Z y la millenial frente a la generación baby boomer— que se nos presentan como antagónicas, olvidando que el sistema sexo-género atraviesa las realidades de todas las personas de una forma u otra y que las críticas hacia el mismo, ya sea a nivel teórico/académico como en forma de manifestaciones artísticas, comenzaron mucho tiempo atrás. Tenemos que dejar de creer que el hecho de haber nacido entre mediados de los ochenta y principios de los dos mil nos otorga automáticamente unos valores y una cultura común, y empezar a abogar por una lucha intergeneracional.
Lo que se viene a defender a lo largo de este artículo es que las personas queer más jóvenes no hemos inventado nada; en todo caso, somos herederas de toda una revolución cultural que se podría situar en la segunda mitad del siglo xx. El paso de algunas de las principales ideas de los movimientos LGTBI a un reducto de la cultura hegemónica mediante la gradual (y escasa) representación en algunos de los medios de masas y en diferentes productos audiovisuales, a pesar de haber traído ciertas consecuencias positivas que son obvias, ha despolitizado muchas de nuestras reivindicaciones, las ha reducido a una serie de consignas fáciles y ha extendido la falsa creencia de que nuestros derechos y libertades pueden coexistir con el sistema capitalista y, por ende, con la familia nuclear burguesa.
Frente a estos intentos por parte de las élites de capitalizar nuestra lucha y despojarla de cualquier tinte subversivo que pudiera llegar a tener, homogeneizando la diversidad de la cultura queer y adaptándola a los cánones de belleza hegemónicos, es necesario reivindicar lo trash y el petardeo, que, históricamente, han tenido un fuerte carácter antinormativo.
A pesar de que no toda la cultura trash sea declaradamente anticapitalista, sí ha contribuido a transgredir las normas estéticas impuestas para mostrar una versión alternativa del arte, además de representar, en la mayoría de los casos, el sentir de una buena parte de las disidentes sexuales que no encontraban su lugar dentro de la cultura predominante.
Una de las muchas referentes de la cultura trash en España —quizás de las más influyentes en los últimos años— es la artista multidisciplinar Samantha Hudson, la «reina de los bajos fondos», que se ha convertido en un icono queer a nivel nacional y ha influido de forma considerable en la construcción de las identidades no binarias dentro de las generaciones más jóvenes. No obstante, para entender la figura de Samantha Hudson debemos tener perspectiva histórica y poner en valor el legado que nos han dejado los y las artistas LGTBI de los años setenta y ochenta, que ya ofrecieron una puesta en cuestión del binarismo de género y de los que Samantha ha tomado bastante inspiración.
Divine, John Waters y la estética trash
Desde luego, si alguien aún está tan desconectado de la realidad de las disidentes sexuales que cree que lo queer ha aparecido durante la última década, es porque no ha tenido el honor de toparse con alguna de las primeras creaciones de John Waters. Cito a este autor porque me parece un ejemplo especialmente interesante debido a la cantidad de paralelismos que se pueden establecer entre la vida y obra de Samantha Hudson y el particular universo de este director de cine, dentro del cual destaca, sin duda alguna, la drag queen Divine, la cual tuvo su primera aparición bajo este nombre en la película de Pink Flamingos (1972).
Si algo hace especial a John Waters es, aparte de su culto al mal gusto y a lo escatológico, su capacidad para situar en el centro de la acción a personajes extravagantes que no se ajustan a la cisheteronorma, dejando en un segundo plano a aquellos sujetos que sí cumplen con los cánones de belleza hegemónicos y que hemos visto infinitas veces en grandes producciones audiovisuales: el capitán del equipo de fútbol americano, la animadora rubia, el joven burgués… En un Baltimore ficticio1 que sirve como escenario para que Waters muestre su visión absurda y deformada de la moral burguesa estadounidense, lo que antes era normativo ahora se vuelve anecdótico, y ver a una drag queen hortera y estrafalaria viviendo en una autocaravana pasa a formar parte de la cotidianeidad.
Por otro lado, lo que ha hecho que la filmografía de Waters trascienda es precisamente lo poco en serio que se toma a sí mismo este director, que, lejos de regirse por las normas rígidas y clasistas de la academia, utiliza la autoparodia de forma recurrente y, mediante una estética kitsch e intencionadamente descuidada, consolida un estilo contracultural que, aún a día de hoy, supone un ataque a la moral burguesa del buen gusto y a la sexualidad normativa, provocando repulsión de manera intencionada. Las tres películas que encarnan esta primera etapa de Waters son Pink Flamingos (1972), Female Trouble (1974) y Desperate Living (1977). Es de interés la relación de Divine y John Waters con la obra de Judith Butler, cuyo libro El género en disputa: feminismo y subversión de la identidad hace numerosas referencias a Female Trouble y habla de cómo la forma de retratar a Divine sugiere, de manera implícita, que el género es un tipo de caracterización persistente que se presenta como natural.
Sin embargo, como suele pasar, la creciente popularidad de John Waters hizo que su estilo se fuera acercando más al mainstream, llevando a cabo producciones de mayor calidad y abandonando las temáticas escatológicas y parte del carácter subversivo. En películas como Hairspray (1988) se puede ver cómo hay una continuidad con ese estilo trash que lo caracterizaba y no abandona sus críticas a la moral burguesa estadounidense, aunque cada vez son más moderadas dado que ya no vienen de un contexto underground sino que ahora son realizadas desde dentro de la propia industria cinematográfica.
El discurso de Samantha Hudson
Aunque el personaje de Samantha Hudson —al igual que una buena parte de las expresiones y manifestaciones artísticas actuales, así como las relacionadas con el colectivo LGTBI— está fuertemente influenciado por la cultura camp estadounidense2, lo cierto es que lo que ha dado potencial a sus performances y ha hecho que pasen a formar parte de la cultura queer española es la manera en la que se ha apropiado de elementos castizos y ha empleado el costumbrismo español a su favor para expresar su visión personal, generalmente en un contexto de provocación y humor absurdo.
Otros artistas que vendrían haciendo algo parecido, dotando de un nuevo significado al folclore nacional mediante un estilo trash y desenfadado, serían grupos musicales como Ojete Calor, Las Bistecs o Ladilla Rusa, que, al igual que Samantha Hudson, son importantes representantes de la corriente musical denominada como petardeo español. Pero lo que hace especial al estilo de Samantha Hudson es cómo ha llevado el petardeo no solo a diferentes disciplinas artísticas sino a su día a día, conformando todo un modo de actuar y de mostrarse a la sociedad que se hace visible en todas sus intervenciones y que ha servido de inspiración para una nueva generación de personas LGTBI, en las cuales Samantha ha ejercido gran influencia dada su actividad en plataformas digitales.
El principal error de muchas personas al juzgar a Samantha Hudson puede que haya sido tomarla demasiado en serio y pensar que una actriz, travesti, cantante y performer tiene la obligación moral de articular sus opiniones de manera formal e impecable, sin cometer errores y manteniendo la seriedad, algo que ella misma ya ha apuntado en diversas ocasiones:
—«Soy un travesti tintado de rubio, no la presidenta»—. Sin embargo, lo verdaderamente valioso de Samantha no es su discurso, sino esta actitud ante la vida y ante las normas del género que rompe los esquemas a una buena parte de la población dada la dificultad de encasillarla dentro de las categorías tradicionales de hombre y mujer. Samantha Hudson, al igual que Divine o que cualquier película de John Waters, nos anima a cuestionarnos nuestras ideas preconcebidas sobre el género, a ser horteras y obscenas, a ocupar los espacios públicos.
¿Quién teme a Samantha Hudson?
A pesar de la variedad de críticas negativas que ha recibido Samantha Hudson, podríamos atribuir el origen de las mismas a tres sectores con perfiles ideológicos e intenciones bastante diferentes. Por un lado, se encuentra la ultraderecha española tradicionalista, de la que poco merece la pena comentar debido al bajo nivel de sus argumentos. Aunque debemos recordar que fue gracias a la organización ultracatólica HazteOír que Samantha Hudson saltó a la fama en 2015, cuando la organización consiguió recoger 48.000 firmas en su contra debido al videoclip «Maricón», que la artista realizó como un ejercicio de clase.
Por otro lado, una buena parte del movimiento trans excluyente también ha mostrado su disconformidad con respecto a la figura de Samantha Hudson y todo lo que simboliza. Este sector, como ya sabemos, defiende un esencialismo de género por el cual las categorías de hombre y mujer son inmutables, de manera que, según su lógica, Samantha Hudson y otras drag queens estarían «parodiando» a la mujer, en un sentido negativo, al utilizar elementos tradicionalmente asociados al género femenino —porque, ¿qué mejor forma hay de abolir el género que aquella que consiste en fiscalizar los cuerpos y dictar cómo puede o no mostrarse cada individuo en base a sus genitales, perpetuando así las mismas normas del género con las que pretenden acabar?—.
Pero de mayor interés es el caso de los movimientos obreristas identitarios que podrían agruparse bajo el denominativo de «izquierda conservadora», ya que estos consideran que cualquier reivindicación de lo queer supone una distracción de la clase trabajadora del objetivo último, que sería la eliminación del Estado capitalista por medio de la lucha de clases. Sin embargo, uno de los problemas de este discurso es la creencia de que estamos obligados a elegir entre dos opciones excluyentes; en este caso, entre la lucha de clases y la lucha por los derechos de las personas LGTBI, como si ambas causas no fueran de la mano.
Este sector de la izquierda, cuya narrativa no discierne mucho de la que suele utilizar la ultraderecha nacionalista —los nacionalistas nos venden que alguna vez existió una nación unificada, los obreristas reaccionarios creen que alguna vez existió una clase trabajadora homogénea que no entendía de género, raza o identidad sexual—, se define a sí mismo como marxista y revolucionario, y probablemente estará de acuerdo con muchas de nosotras en que es necesario abolir el statu quo. No obstante, la naturalización del sistema sexo-género y de las dinámicas heterosexuales hace que, al pensar en este supuesto statu quo, los reaccionarios no tengan en mente las normas implícitas del género ya que ha asumido que forman parte de la naturaleza del ser humano y que, por tanto, no tienen connotaciones políticas. Frente a esta idea, la mayor parte de nosotras coincidiremos en ver la cisheterosexualidad no como una tendencia natural, sino como un régimen político que está intrínsecamente ligado a la moral capitalista y que permite que esta pueda subsistir mediante la perpetuación de la familia burguesa.
Conclusiones
No se puede negar que la participación de personas como Samantha Hudson en la televisión pública y en los medios mainstream tiene consecuencias positivas, como el hecho de que las realidades queer puedan ser acercadas al público general y que, progresivamente, este deje de vernos como la otredad. Además, sabemos de sobra que la exclusión forzada de las personas LGTBI en las producciones audiovisuales ha hecho que niñes y jóvenes hayan crecido sin referentes y se hayan sentido culpables por no ser capaces de adaptarse a la cisheteronorma, de manera que han quedado expulsadas de la cultura hegemónica y han tenido que crear sus propios espacios en los márgenes.
Sin embargo, las políticas de inclusión no dejan de ser medidas reformistas realizadas dentro del marco de las instituciones capitalistas y, pese a las consecuencias positivas que puedan tener las mismas, no dejan de ser insuficientes dado que no cuestionan ni modifican el statu quo. El problema está en que, bajo el nombre del anticapitalismo, se critica a la travesti que ha sido invitada para salir en televisión y se la ve como enemiga de la clase obrera, en lugar de criticar, en todo caso, a las corporaciones que instrumentalizan el movimiento LGTBI para obtener beneficio económico y lavar su imagen.
Todo se resume en lo siguiente: que la mayor participación de personas queer en lugares de los cuales tradicionalmente se nos había excluido no nos haga creer que nuestro objetivo último es obtener un pequeño espacio dentro de la televisión pública. Es necesario, por tanto, que existan figuras como Samantha Hudson, que servirían de puente entre la contracultura y la cultura de masas, pero también es necesario que las luchas LGTBI, así como las luchas obreras, se articulen desde abajo y sean declaradamente antisistema.
NOTAS
- Recordemos que todas las tramas de las películas de John Waters están ambientadas en su tierra natal, Baltimore (Maryland), además de contar en la mayoría de los casos con un reparto de actores fijo, conformado por los amigos de John Waters entre los cuales se encuentran actrices como Divine, Mink Stole o Edith Massey.
- El propio nombre artístico de Samantha Hudson, según ella misma ha declarado, surgió de una conversación con un amigo sobre su fantasía de ser «una madre de los suburbios estadounidenses que va a recoger a sus niños en un vehículo de siete plazas».