Eros y honestidad: Antitodo, Pasolini

Lara Alonso Corona

Muchos empezarían por el final. 

Muchos lo hacen, de hecho. Escriben EXT. NOCHE. PLAYA DE OSTIA. y esperan el estremecimiento del lector, ya tienen el trabajo hecho. Se entregan al sensacionalismo y le convierten en carne de podcast sobre un true crime. El caro lector (por usar la expresión con la que él se dirigía al público de sus columnas) casi lo espera, este comienzo por el desenlace, como si lo más importante de su vida fuera el momento de su cese. Que todo esto se pueda reducir a una tragedia de tintes clásicos. Una historia triste.

Se permiten amar al hombre en tanto que su asesinato le purga de sus pecados, lo «sanea» para el gran público: la brutalidad del mismo se torna catarsis para puritanos, confirmando sus sospechas de liberales tolerantes sobre el inherente riesgo de la homosexualidad masculina. Se regodean en las imágenes de su cadáver o las esconden con pudor respetable (que es lo mismo). Invocan teorías de la conspiración sin rasgar la superficie del contexto que las hace plausibles. Empiezan en este momento (insertan la secuencia de Caro diario donde Moretti hace peregrinaje hasta el más horrendo de todos los monumentos conmemorativos, montaje convencional), sienten que este final tiene sentido. Da sentido a la vida que viene antes y les libera de profundizar en ella. Todos los caminos llevan a Ostia (como un crescendo, como la estructura del reciente biopic de Abel Ferrara) porque ¿de qué otro modo iba a acabar? De puertas adentro todo es victim-blaming. En los eventos oficiales, todo es «el gran intelectual italiano» sin adjetivos más espinosos (más rosas, más rojos).

No, no empezar por el final.

Otros empezarían un momento antes: hablarían de su última película, su más famosa e infame película, tan violenta que sirve como antesala de su violenta muerte. Como foreshadowing. Como explicación, acaso excusa. Se harían análisis sobre cómo esta adaptación de la obra sadiana desnuda no solo cuerpos, sino los mecanismos por los que el fascismo histórico se hizo con el poder (político, aquí también psicológico y sexual) en Italia, pasando de puntillas el hecho de que Saló no nos habla solo del fascismo histórico, del estado títere de los nazis donde el poder de Mussolini dio sus últimos estertores. Habla de nuestro fascismo, desde donde quiera que estemos viendo la película. El fascimo presente y futuro nos interpelan desde la pantalla como un muchacho enseñando a bailar a su amigo un siniestro baile final.

Era una palabra que Pasolini usaba mucho y muy seriamente. Fascismo. El fascismo del Poder. Del partido dominante (el fascismo de los democristianos). El fascismo «nuevo» y «total» de la sociedad de consumo. No hay muchos que empiecen por esto —a pesar de que Pasolini siempre quería advertirnos de que estábamos «todos en peligro»— quizás por lo deprimente de comprobar lo profético de su análisis sobre las consecuencias del capitalismo neoliberal que él mismo vio nacer. Saló se niega a ser sepulcrada como curiosidad de cinéfilos, como macabro film de culto. Aún dio muestras de su capacidad de perturbar a las gentes de bien en fecha tan tardía como el 2020, gracias a la controversia de un meme atacando al político estadounidense Pete «Mayor Pete» Buttigieg. Aquí podría encontrarse un buen comienzo, a riesgo de que nos tachen de posmos: la vida como polemista de Pasolini continúa más de cuarenta años después de su asesinato, gracias a la nueva cultura digital.

Algunos comenzarían por la poesía. Parece un lugar seguro, poco polémico. Las desviaciones políticas y sexuales quedan menos al descubierto entre hermosos versos; después de todo, pocos entienden de poesía, esto es muy de intelectuales. O se puede tratar como algo muy cuqui, o algo como el arte puro, no contaminado por ideas, ideales.

Pero hay un problema: los poemas están llenos de cosas que es mejor ocultar en mitad de un artículo, en vez de exponerlos de entrada. Están llenos de sexo, de campesinos que duermen con el «miembro hinchado», de declaraciones de odio al burgués, y mucha, mucha política: menciones (por nombre, sin usar la ambiguedad de los poetas) a Marx o a Croce que alterarían a los proponentes de esa criatura de quimera, el poeta apolítico. A los que piensan que la poesía no debería estar llena de cosas como «Pobre de quien no sabe que es burguesa/esta fe cristiana en cada/privilegio, en cada rendimiento,/en cada servidumbre».

Otro problema: el tema de los dialectos. Mucha de su poesía está escrita en el lenguaje del Friul, el lenguaje materno (lengua madre). La lingüística le llevó a simpatizar con los pequeños nacionalismos, siempre en defensa de lo singular, las lenguas y costumbres minoritarias —siempre en contra de la homogeneización que del capitalismo imponía ya en los años sesenta. Pasolini lo llamaba la «falsa libertad», este reducir los rasgos de la población a la media (neoliberal). Odiaba el acento «neutro» del italiano oficial, odiaba la televisión que se encargaba de propagar este lenguaje (esta falta de lenguaje propio) entre la clase obrera hasta despojarla de sus propias palabras. Pasolini llamaba a esto genocidio cultural. Odiaba la televisión, punto. Pensaba que no se podía salvar ni siquiera para objetivos pedagógicos. En una entrevista (para televisión) afirmó que esta no era solo el medio del poder, era un poder en sí y por lo tanto debía ser abolida.

Abolir la televisión; muy de intelectual, pero por razones incómodas. Mejor no profundizar mucho en la poesía, en ese amor a los idiomas regionales, en esas referencias a un «andrajo rojo de esperanza», ni en los poemas tardíos que nos avisan de una nueva victoria fascista. Poesía que puede ser política, que puede hacer teoría. No todo es lírica recordando las caricias de «rudas manos polvorientas».

Se podría comenzar con lo queer —pero muchos harían un gesto de rechazo (ya de entrada por usar la palabra queer, por insistir que un hombre gay de tal fama es une de les nuestres): prefieren la versión distorsionada que imponen los heterosexuales y los centristas de cualquier orientación, cuando quieren convencer de que el gran arte no tiene nada que ver con el sexo, que la obra de Pasolini era «mucho más que su sexualidad», ese tipo de lugares comunes con obvia ansia de invisibilizar.

Convertirle en un icono gay inofensivo sería más difícil, pocos lo intentan. Su vida tiene poco de producto para consumo para toda la familia (y sin embargo alguno podría intentar acometer un Bohemian Rhapsody, un Rocket Man), su recorrido no sigue ningún arco redentor, su relación con su sexualidad no puede resumirse en un lema de autoayuda. Dentro hay mucha angustia. Culpa (familiar —tan reconocible; católica, irónica y previsible en un ateo; social y política, ah, el sino de tantos bad gays—). Desesperanza. Homofobia interiorizada. Sordidez y rincones oscuros. Gradualmente habrá honestidad. Amor, un poco. Se enamora de quien no le corresponde, no corresponde a quienes se enamoran de él. Escenas dramáticas. Amistades tormentosas. Sus tan amadas noches en los arrabales de la gran ciudad. Rechazo de todos los valores burgueses, en esto también. Pasolini siempre coherente, incluso en sus errores, en los momentos en los que resulta difícil seguir sus pasos. Nunca quiso amar como los burgueses. Nunca quiso follar como los burgueses. Nos complica las tesis. Los teoremas.

Precisamente, Teorema.

Quizás la única manera de sintetizar estas contradicciones personales, políticas, espirituales. Una figura crística destruye la burguesia a través de sexo queer y sagrado. Eros que provoca en sus víctimas (¿apóstoles?) el nacimiento de la religión, la libido, el arte, el comunismo. Destruir la familia, destruir el mismo concepto de realidad mundana. Convenientemente para la escritura de panegíricos a su figura, la película se estrena en 1968.

¿Y la ternura? Es sociológica, no personal.

Aunque Pasolini acabase aceptando la pulsión erótica desviada sin las angustias de los años cuarenta y cincuenta, el amor romántico siempre le produjo cierto escepticismo, pues intuía que era una trampa del capital tanto como una vía de escape de este: «Es una llave de la productividad, porque sin amor el hombre no puede producir. Pero al mismo tiempo, todo tipo de sociedad reprime el mundo sexual porque la energía que gasta el ser humano en hacer el amor no va en beneficio del capital». Las comparaciones con Marcuse y su Eros y civilización eran (son) fáciles.

Y sin embargo también podríamos empezar todo esto citando: «Y en torno resuena de alegría/el ilimitado instrumento de percusión/del sexo y de la luz».

Le llamarán «gran intelectual italiano» y se callarán que murió por marica (otra vez volvemos a Ostia como adictos al true crime). Como si se pudiera separar su obra intelectual del hecho de que le atraían los hombres. Amaba porque amaba. Hacía películas sobre los barrios del lumpenproletariado de Roma porque amaba a sus chicos del arroyo. No era un turista: vivió muchos años entre ellos, hacinado en sus mismas casas después de que su homosexualidad provocase su huida de la casa paterna. No se le puede acusar de una distancia burguesa sobre los sujetos de su ficción. Uno de esos proletarios, de esos chicos de la calle protagonistas de sus novelas y primeras películas, Silvio Parrello, nos lo resume: «Nuestro barrio era el barrio de Pier Paolo. Era uno de los nuestros». Se le puede acusar, con cierta razón, de fetichismo de la clase obrera, idealización del campesinado preindustrial que le costó muchas acusaciones de nostálgico. Es algo que a él mismo le preocupaba, sobre lo que reflexionaba a menudo. Esa es una de sus claves: cualquier crítica que podamos hacer es probable que él ya la haya considerado hasta el exceso. 

Podemos empezar por el contexto. Por explicar los «años de plomo» en Italia, la estrategia de la tensión, los años de Ordine Nuovo y las Brigate Rosse. No es mal lugar, abrir plano en un momento de gran dramatismo, hacer un intervalo con imágenes de archivo, como Pasolini quería hacer con su no realizado guion sobre San Pablo con la Resistencia francesa de telón de fondo. Ahora en la moviola: los atentados de Milán en 1969, o Brescia en 1974, a manos de la extrema derecha. En el de Milán, en Piazza Fontana, donde una bomba mató a diecisiete personas, la policía sospechó de los anarquistas primero: pasemos el plano a Giuseppe Pinella, trabajador de ferrocarril y anarquista muerto en sospechosas circunstancias mientras estaba en custodia de la policía. En Brescia murieron ocho personas, en Piazza della Loggia, y más circunstancias sospechosas: esta vez la CIA podría haber estado al tanto de que se iban a cometer atentados neofascistas. Más atrás: los americanos fueron fundamentales en la victoria de la Democracia Cristiana en las elecciones generales de 1948. Esto no es una teoría conspiranoica, la propia CIA lo ha admitido. Son los años de Operación Gladio. Del autunno caldo y el sessantotto. El partido de Democracia Cristiana fue el blanco más común de los artículos de Pasolini, donde denunciaba la corrupción moral y política de su país, con nombres y apellidos. Pasolini habla de los atentados de Milán y Brescia en una pieza para el Corriere della Sera de noviembre de 1974. El título «¿Qué es este golpe de estado? Yo lo sé». En el artículo acusa a la jerarquía política en el poder, a la Iglesia, a la CIA, de estar detrás de la corrupción y el derramamiento de sangre que asolaba el país en aquellos años. «Yo lo sé, pero no puedo probarlo», declara.

Podemos mencionar que en Italia muchos consideran este artículo el móvil de su asesinato, acaecido menos de un año después de haberlo publicado. En nuestros tiempos, nuestro contexto, puede resultar absurda la idea de que si un escritor acusa continuamente al gobierno de corrupción pueda ser razón suficiente para una ejecución de estado. El hecho de que esto no sea precisamente una opinión minoritaria es testamento de cuán peligrosas llegaron a ser sus palabras. Antitodo y contra todos, pero algunos enemigos tienen ya antecedentes. 

Pocos empezarían por el marxismo. Muchos quieren obviarlo, ignorarlo o minimizarlo como si fuera una parte prescindible de su trayectoria, una chaqueta que le pueden poner o quitar. Algunos querrán convencernos de que dedicar un libro a Gramsci es un gesto enteramente estético, sin nada de política.

Nada de política.

Si acaso mencionan el controvertido episodio en el que «Pasolini defiende a los policías frente las estudiantes del Mayo del 68» o como quieran llamarlo, para pintarle de mal izquierdista, o para hacer apología del cuerpo de policía. Mencionarán de pasada que la polémica nació de un poema, pero no hablarán de cómo Pasolini siempre quiso que se considerase una ficción, esa reflexión sobre la simpatía que le inspiraban los jóvenes policías que se enfrentaban a las revueltas estudiantiles. Que su compromiso de crítica con las fuerzas represivas nunca perdió fuelle, que defendía que los festivales de cine no debían tener ni premios ni policía. O que accedió a reunirse con esos mismos estudiantes del 68 a los que criticaba en su poema (y cuya energía revolucionaria celebró en tantas otras ocasiones), dando la cara en su propio terreno. Que su poema era una provocación, sí, pero también una sobria reflexión sobre las condiciones materiales de sus protagonistas.

Casi todos, sin excepción, pondrían en primer lugar el cine. 

A pesar de la repercusión de Teorema, la costumbre es resaltar las facetas más «naturales» del cine de Pasolini. Se le resta importancia a sus experimentos, a su ruptura con las convenciones cinematográficas. Pasolini era mucho más iconoclasta como director que como poeta o novelista, plenamente enmarcado en el proceso renovador de los Nuevos Cines europeos, aunque desmarcándose de ellos. Pero la insistencia es en la «pureza» de su representación del mundo antiguo o del proletariado, la «inocencia» de la sensualidad en su Trilogía de la vida. La «sinceridad» de su retrato de Jesucristo. Adjetivos diseñados para restarle importancia a la parte cerebral de su cine. Las horas pasadas en la sala de montaje, calculando el mejor uso de la semiología del cine. Manejando una premisa: «el cine expresa realidad con realidad», declara en un artículo sobre la avant garde.

El statu quo nunca quiere a artistas que sepan lo que hacen, que piensen lo que hacen. Quiere fábulas sobre artistas intuitivos para apuntalar la fantasía de la meritocracia de los genios. Mejor fingir que Pasolini era un artista sin teoría; no importa cuán a menudo repitiese expresiones tan reveladoras como «medios de producción» o «ideología» o «consumismo» en sus feroces condenas del mundo moderno. Su declarada admiración hacia Barthes. Sus lecturas de antropología (las influencias de Mircea Eliade y James Frazer en sus adaptaciones de teatro griego). El impulso pedagógico que compartía con Gramsci. Su insistencia, como aplicado marxista, en cuestionarlo todo, en analizar la realidad en el «sentido científico».

Su voluntad de ser alternativamente inescrutable (Porcile, su teatro, escrito para no ser representado) y diáfano (Trilogía de la vida), de innovar incluso cuando intenta retratar mundos sagrados, premodernos y por tanto impenetrables (Edipo Rey, Medea). Todo es parte de una continua búsqueda del arte radical. No es un cine fácil de ubicar en una tradición, tampoco es sencillo establecer conexiones con sus contemporáneos (Pasolini contra todos). Reinventa y rechaza el neorrealismo como Fellini, pero no es Fellini. Le toma el pulso a la realidad convulsa de un país, como Elio Petri, pero lo hace a través de la opacidad o de la alegoría.

La estrategia general sería quedarse en la biografía. Tediosas lecturas freudianas —pero Pasolini ya se adelantó a todo eso, se enfrentó a las acusaciones sin apartar la mirada. Filmó una adaptación de Edipo Rey, ¡no se puede decir que no acuda a la raíz (cultural) del problema! Admite el amor a la madre, le aburren las basic bitches que se obsesionan con esta explicación a su sexualidad. Más interesante es la influencia del hermano menor, partisano asesinado en la Segunda Guerra Mundial por disputas internas entre antifascistas. El horror de una muerte tan temprana congela para siempre su imagen en una heroicidad que Pasolini nunca podrá alcanzar. La sensación de culpa por no poder proteger al hermano pequeño, por no poder salvar a la madre del dolor de la pérdida. La sombra de la muerte que planea desde entonces (frase hecha de cronista que ansía acelerar la cosa para situarse pronto en el camino hacia Ostia, el momento de la destrucción).

La mayoría escribirían artículos convencionales, reflexiones académicas, estructurados con un orden que Pasolini nunca impuso a sus obras; llenarían las páginas con las fechas bien conocidas y los nombres relevantes que le sean familiares al lector (Alberto Moravia, Maria Callas), compondrían una entrada de Wikipedia glorificada y lo llamarían homenaje en su centenario, olvidando el infatigable afán de renovación de su arte. Su formalismo. Su rechazo a las formas recibidas. 

Cada vez más insistirán en epítetos como «polémico», «provocador», «inconformista», «incómodo», mientras los vacían de sentido. Frase preferida a repetir: «Pasolini incomodaba tanto a la derecha como a la izquierda». En parte cierto, pero un intento de ofuscar el compromiso comunista de Pasolini para hacerlo «recuperable» para una audiencia liberal, socialdemócrata, incluso centrista. El capitalismo gusta de tomar figuras radicales y limarles los colmillos para, una vez succionado el veneno, fagocitarlos para su ideología. Hurto ideológico. Peligro (esa palabra que tanto le gustaba) en el año de su centenario. Intentarán canonizarlo como un «bien cultural» sin rasgos propios —quitarle el dialecto, hacerle hablar en ese lenguaje oficial de acento neutro.

Incluso usando ensayos como El fascismo de los antifascistas a modo de clickbait, los hay que querrán hacer pasar a Pasolini por una figura anticultura de la cancelación. INT. NOCHE. PASOLINI HABLA A CÁMARA: «No hay mayor cancelación que la homogeneidad impuesta por el hedonismo consumista», él diría algo así. Pero ignorarán su insistencia en aclarar que cuando habla de la nueva «falsa tolerancia» se refiere a la dictadura de la mayoría, que usa lo que él llamaba «anomalías» (quizá hoy serían «identidades») para marginar aún más a los que desafían la norma burguesa. Recortarán esas palabras, «falsa tolerancia», y le querrán meter en el saco de los autoproclamados abanderados de la libertad de expresión. Por supuesto obviando que todas las veces que Pasolini se enfrentó a los tribunales por cargos de obscenidad, lo hizo debido a las artimañas de las derechas.

Y cuando no puedan tergiversar sus palabras le momificarán en mesas redondas con expertos y ciclos de filmotecas regionales y exposiciones sobre su polifacética creación.

Le llamarán «gran intelectual italiano» y se callarán que murió por marica y comunista.

¿Y qué querría Pasolini? No un homenaje. Desde luego no una apropiación por parte de la burguesía. No le gustaría que le limaran las asperezas. Preferiría la polémica. O el silencio. Quizás prefería que no escribiéramos sobre él sino en contra suya. Con Pasolini en contra de Pasolini. Con Pasolini siempre antitodo y en contra de todo(s).

Ante todo, creo, él querría rabbia. Querría algo enfurecido y amargo. 

Honesto.

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