Diego Parejo
«El término marxismo queer solo es necesario en la medida en que el marxismo no incluye automáticamente a las personas transgénero, de género no normativo y de sexualidad diversa en su análisis de las relaciones sociales. Sin embargo, podemos luchar por un futuro donde no sea necesario un marxismo feminista o un marxismo queer, sino solo un movimiento internacional para expropiar a los expropiadores, un movimiento donde el sexismo tradicional y oposicional sea abordado como una condición y una consecuencia de la explotación. Este es el único futuro por el que merece la pena luchar».
Holly Lewis, La política de todes
1.
Cuando intentamos explicar la base de la política internacionalista de la clase trabajadora, tenemos que recurrir, sin posibilidad de esquivarlo, al concepto de solidaridad. Desde la definición mínima que propone Holly Lewis, la solidaridad implica tomar partido, reconociendo el antagonismo de clase que divide a la sociedad. Si se entiende desde esta posición, la solidaridad es, a su vez, un proyecto de clase que permite la construcción cotidiana de nuestras comunidades. Nuestro día a día se basa en el encuentro cotidiano con el «otro» al que reconocemos porque compartimos con elles una pertenencia común a alguno de los elementos que nos constituye: el barrio, la fábrica, la asociación, el partido o elementos más mundanos como el bar o la sauna a la que vamos para tener encuentros sexuales. Estas instituciones sociales que han ido cristalizando a partir de redes sociales densas se comparten de manera diferencial y están fragmentadas por la edad, el género, la orientación afectivo-sexual, la racialización o la clase social, y nuestras posiciones serán diferentes, nuestras formas de actuar serán diferentes, dependiendo de dónde estemos y con quién. Las solidaridades se van a construir también acorde a estas fragmentaciones, permitiendo movimientos interclasistas y sus ambivalencias políticas, así como jerarquizaciones dentro de ese reconocimiento que nunca es tan igualitario como querríamos admitir.
En el caso de la solidaridad como proyecto de la clase trabajadora para construir su comunidad, Raymond Williams nos advirtió en Cultura y sociedad de los riesgos del carácter reactivo y defensivo que adquiere aquella, a la vez de la lógica particularista y su importancia en la defensa política de la comunidad. Así, el galés establece los límites que, como marxistas internacionalistas, debemos superar en las políticas comunitarias. De ello hablé en otro artículo publicado en el Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social, donde también abordo la historicidad de la comunidad y en la que no ahondaré aquí. Pero sus efectos son claros en la construcción de la comunidad como reconocimiento del «otro». Ciertas personas pueden quedar marginalizadas al ser excluidas del reconocimiento ya sea parcial o totalmente: las personas migrantes y racializadas, las disidencias sexuales e incluso las mujeres, más aún cuando estas no son reconocidas desde la categoría de mujer «madre-esposa». Una visión reduccionista de los problemas que crea el modo de producción capitalista para estos grupos lleva a políticas excluyentes incluso desde posiciones que se definen de clase y que nosotres llamamos chovinismo obrerista, independientemente de la retórica marxista de la que se cubra.
En el proceso de defender sus intereses, estos grupos se han ido organizando políticamente muchas veces en los márgenes del movimiento obrero, en los márgenes de las comunidades obreras a las cuales pertenecen a veces puestos en entredicho. Sus luchas particulares, muchas veces cooptadas por movimientos interclasistas centrados en el reconocimiento identitario, se han visto relegadas por los marxistas hacia la idea de lucha parcial o cultural, ya que no afectaban, según planteaban, a la contradicción capital-trabajo. Sin embargo, estos mismos marxistas eran incapaces de dar análisis convincentes de los procesos de racialización, de la etnoestratificación social que provocó la colonización y que se reproduce en los procesos migratorios, de la cuestión de la mujer o de las disidencias sexuales. No hablemos ya de cuestiones que exigen análisis más complejos como la cuestión trans que se reduce para muchos de estos doctos marxistas en un asunto de biología vulgar que debería hacerles sonrojarse. En su afán por no entender la totalidad histórica concreta capitalista de la que forman parte estos procesos, recurren a teorías conspirativas sobre que «los homosexuales» o la «teoría queer» son agentes infiltrados de la burguesía en el movimiento obrero.
Como marxistas queer entendemos que el centro de nuestra lucha es el antagonismo de clase como eje desde el que debemos construir la solidaridad, y que no es la «raza», el género o la sexualidad, a la vez que entendemos que ninguna persona racializada, ninguna mujer o ninguna disidencia sexual queda fuera de nuestra solidaridad en tanto que forme parte y luche por la clase trabajadora y por la superación del capitalismo. Más aún, en estas luchas particulares por sus intereses, nos han ofrecido elementos a incorporar a la lucha contra los explotadores: el papel de la comunización de los cuidados que ha recorrido el feminismo; la crítica a la identidad y las formas alternativas a la familia —como institución y práctica— que nos ha aportado la experiencia queer.
2.
No podemos, de ninguna forma, entender la clase obrera como homogénea, pues el único atributo común a todos sus miembros es su posición frente a los medios de producción como vendedores de la mercancía «fuerza de trabajo» teniendo enfrente a quienes detentan los medios de producción y el capital para ponerlos en funcionamiento. La clase obrera no es cisheterosexual, la clase obrera no es blanca, la clase obrera no es autóctona. La clase obrera, como sujeto político para la acción revolucionaria, surge de la comprensión de sí misma y de su organización a través de un programa político para la emancipación de la humanidad. El propio Marx no nos dejó una definición unitaria del concepto de clase social, como explica Bertell Ollman en su texto Marx’s uses of «class». Pero, siguiendo a Ollman, lo interesante del concepto de clase en Marx no es la etiqueta que uniría a un conjunto de sujetos por unas normas comunes, sino la interacción entre estos sujetos, las respectivas relaciones sociales que se crean entre ellos y que configuran las clases en la vida cotidiana. Solo así podemos escapar al identitarismo particularista que acompaña los discursos sobre la clase social que se construyen desde ciertas partes del marxismo. Lo queer ayuda así a reivindicar la mirada expansiva y desnaturalizadora intrínseca al pensamiento marxista. Permite pensarnos desde la máxima hegeliana: «todo lo que existe merece perecer»; y así, como dice Engels en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, «la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y admirar la verdad absoluta conquistada».
Volvamos al concepto de comunidad y a su constitución como cristalización de relaciones sociales de reconocimiento. Las comunidades obreras como núcleos de resistencia al capitalismo pueden cumplir un rol de disciplinamiento de clase, de marcar los límites de lo aceptable y lo correcto, de generar una cultura alternativa compartida de manera diferencial dentro de la hegemonía de la clase dominante. Una ética del trabajo, de la respetabilidad, de la familia, que deben reproducir les integrantes de estas comunidades. La comunidad como resistencia puede cumplir así un papel suplementario que permita el correcto funcionamiento de los circuitos de valorización, como sugiere Miranda Joseph en Against the romance of community (y que exploramos recientemente aquí). Desde otro estudio de caso, pero también desde una perspectiva materialista cultural, Paul Willis va a hacer énfasis en el papel de la resistencia como elemento de mantenimiento del orden capitalista, cuando en Aprendiendo a trabajar explica cómo la salida prematura de «los colegas» de clase obrera del sistema educativo para ganarse la vida en trabajos de clase obrera permite la propia reproducción de la formación capitalista. En este sentido, las prácticas cotidianas que constituyen las comunidades trabajadoras pueden verse, en algunos casos, como posiciones emergentes alternativas que no desafían la lógica de la hegemonía dominante más que en algunos de sus elementos desfasados, ayudando a la propia supervivencia de aquella. Los intereses particulares de la clase obrera, si no están orientados políticamente a un programa común, no son en sí emancipadores ni revolucionarios, y pueden ser terriblemente conservadores. Resisten, pero como hemos dicho, la resistencia, por muy activa que sea, no tiene por qué oponer un programa político emancipador. Un emergente oposicional no está relacionado exclusivamente con la resistencia, sino con una oposición articulada desde una perspectiva política y un programa de acción común, para desafiar así a las formas dominantes de la hegemonía, y no solo producir formas que la permitan reproducirse desde nuevas coordenadas. Es lo que se va a llamar contrahegemonía.
3.
El marxista David Alderson sostiene en su trabajo Sex, needs and queer culture que el dominante —la forma que tiene Raymond Williams de llamar a lo hegemónico— se ha diversificado (en este artículo publicado en Rumor de Multitudes ahondamos en los conceptos de Williams). Aunque han ido surgiendo y cogiendo fuerza populismos de derechas en Europa, la hegemonía se ha asentado sobre un discurso liberal de derechos para las minorías. Así, la representación identitaria de los diferentes grupos quedaría reconocida e incorporada a la estructura de sentimientos de la época, y compartida diferencialmente en las estructuras de sentimientos de las clases sociales. Este «dominante diversificado» funcionaría incorporando las propuestas liberales de emergentes alternativos que surgen en el interclasismo de las subculturas queer —y no solo de lo queer, también incorporaría al dominante los planteamientos liberales feministas, de personas racializadas o discas, todas aquellas propuestas que giran en torno a la representación y se olvidan de la producción—. El reconocimiento así de les que históricamente hemos sido sujetos marginalizados se da desde una perspectiva liberal, que refuerza proyectos de comunidad que podríamos llamar de clases medias.
¿Pero qué es eso de subculturas queer? El concepto empleado por Alderson parte del trabajo del teórico socialista y materialista cultural Alan Sinfield, que en su trabajo Literature, Politics and Culture in Postwar Britain las define como formaciones de grupos marginalizados, oprimidos o disidentes. Pero Sinfield se cuida mucho de plantear que por ello estos grupos formen una clase social diferenciada o sean inherentemente revolucionarios. Sinfield no plantea las subculturas como internamente unificadas o coherentes, explica Alderson, sino que las concibe como «lugares en los que se ponen en juego diversas divisiones —de clase, «raza», género, etc.— en donde los individuos adquieren un sentido de sí mismos en relación con los demás». Permite producir historias alternativas y construir una solidaridad entre las personas marginadas. En este sentido, la definición de subcultura de Sinfield y la definición de comunidad de Williams son extremadamente sugerentes y útiles para entender las posibilidades de organización que se abren para las disidentes sexuales de clase obrera, para conseguir armar un proyecto político que nos haga salir de nuestro particularismo y nos funda en líneas de clase. Como dice Sinfield «no es tiempo de universales, sino de reconstruir desde esa base».
Sin embargo, son posibilidades. Las subculturas, como indicamos, no son grupos homogéneos. Están atravesadas por líneas de clase y su acción política, cuando la hay, va a estar mediada por aquellas personas que tienen la posibilidad de representar, el tiempo y los recursos simbólicos y económicos para ello. Las subculturas, como las comunidades en las que pueden integrarse de manera plena o diferencial, producen estructuras de sentimiento que generan emergentes que, como hemos explicado, pueden ser cooptados por el dominante. Esta es la base del «dominante diversificado». La cuestión en estas situaciones es ¿quién construye el programa político? ¿Por qué es necesario un marxismo que interpele a las personas queer e intente explicarlas con relación a la totalidad capitalista e intente dotarlas de un programa socialista común al del resto de explotades y oprimides?
4.
Las subculturas pueden formar parte de la comunidad de manera subalterna o plena. Algunos sujetos pueden llegar a ser prominentes integrantes de la comunidad y jugar un rol simbólico importante que ayude en el disciplinamiento de los elementos díscolos de la subcultura, aquelles más politizades, más radicalizades. Siguiendo de nuevo a Miranda Joseph, las subculturas también pueden jugar un papel en la valorización de los circuitos del capital. Se las va a reconocer como respetables en la medida que reproduzcan la hegemonía. Incluso se pueden constituir como comunidades (afectadas por los mismos procesos de fragmentación y ambivalencia política). Sin embargo, cuando estos grupos no funcionan de acorde a las necesidades de reproducción del capital, la categorización ideológica va a variar. Ya no serán comunidades sino pandillas, grupos bajo sospecha que hay que controlar. En el primer grupo, celebridades, encontraremos sujetos como Jesús Vázquez o el fallecido Pedro Zerolo. En el segundo encontramos a les criminales, generalmente anónimes, a veces nombrades, como Anastasia Rampova.
Una subcultura no es una clase social. Una comunidad no es una clase social, sino que son formaciones y reconfiguraciones en la práctica de coyunturas históricas, formas en las que el ser humano se organiza y que responden a proyectos de clase que no son los de la clase obrera. La clase está en todas estas formaciones, pero no es la única división social que se encuentra en ellas. Ni siquiera el motor de su articulación, aunque sí que es el elemento de orientación política. Lo que les marxistas queer que nos organizamos en torno a Rojo del Arcoíris defendemos es poder generar una propuesta política integral que permita romper los lazos interclasistas y nos ayude a construir alternativas revolucionarias.
Aunque no estamos de acuerdo con ciertos planteamientos del movimiento autónomo, sí que queremos rescatar lo que han planteado las compañeras de Contracultura en el ciclo de debates que han abierto estos últimos meses:
La construcción de una perspectiva revolucionaria pasa por practicidades y cotidianidades revolucionarias, por la prefiguración incompleta del mundo a futuro en las ruinas del viejo; no como fetiches autocomplacientes ni identitarismos ensimismados, sino como herramientas de lucha que posibilitan un salto cualitativo, la construcción de comunes subversivos.
¿Acaso no necesitamos una propuesta contrahegemónica para les disidentes sexuales de clase obrera? No es objeto de este artículo dar una propuesta que depende del propio movimiento vivo. Pero esta no debe ser particularista, que solo se ocupe de las personas queer, sino que desde su particularidad se ofrezca a toda la clase: que ofrezca nuestros análisis y prácticas subversivas de superación de la familia y de organización de los afectos y los cuidados; que ofrezca la crítica despiadada a la naturalización de la relación sexo-género y la experiencia de les compañeres trans; que ofrezca nuestros cuerpos y nuestra inteligencia en la tarea de pensar el proyecto político que oriente nuestras comunidades. En definitiva, que permita construir una solidaridad propositiva por todes, para todes. Siempre hay otras posibilidades de vivencia. Hay espacio para la transformación. Sin garantías. Como dijo Henri Lefebvre en su monumental obra a La Comuna de París «La victoria no estaba asegurada de antemano; tampoco el fracaso».